miércoles, 4 de noviembre de 2009

PASAPALABRA CONCURSO DE TELEVISION

Pasapalabra es un concurso emitido en la televisión de España, basado en el formato original británico "The Alphabet Game".[1] En él, dos concursantes intentan acumular segundos en varias pruebas con palabras, que servirán para tener más tiempo para contestar a todas las definiciones de la prueba final, llamada "el rosco".

Tiene el honor de ser el concurso que entregó el mayor premio de la televisión en España (2.190.000 euros).[2]

Actualmente se emite de lunes a domingo de 20.15 h a 21.00 h en Telecinco.
Contenido
[ocultar]

* 1 Mecánica del concurso
* 2 Pruebas de Pasapalabra
* 3 Primera etapa (2000-2006)
* 4 Segunda etapa (2006)
* 5 Tercera etapa (2007-actualidad)
* 6 El concurso en otros países
* 7 Premios TP
* 8 Referencias
* 9 Enlaces externos

Mecánica del concurso [editar]

* En cada programa participan dos concursantes, ayudados cada uno por dos famosos.
* En la parte principal se realizan varias pruebas jugando con palabras, que tienen como objetivo acumular segundos para la prueba final.
* En la parte final, cada concursante ya individualmente, deberá acertar en acumulado en las pruebas anteriores más una cantidad que ha oscilado entre 85 y 100 segundos, 25 palabras del diccionario de la lengua española de la Real Academia Española o de contenido enciclopédico, cada una con una letra del alfabeto, escuchando de cada una de ellas una definición corta leída por el presentador y teniendo como pista que empieza o contiene la letra en la que se encuentre el concursante en ese momento. El concursante podrá ir contestando a definiciones mientras no falle o pida pausa diciendo "pasa palabra", moviéndose el turno al otro concursante. Los turnos se irán intercambiando hasta que cada uno termine el tiempo que tenía asignado. Si alguno de los concursante acierta todas las palabras conseguirá el bote acumulado hasta ese programa. De no ser así, se acumula una cantidad de 6.000 euros al bote, y el concursante que más palabras haya acertado gana 1.200 euros y volverá a participar en el siguiente programa. En el caso de que ambos concursantes hayan acertado el mismo número de palabras, el ganador será quien menos fallos haya cometido. Si se empatara también a fallos, ambos concursantes se repartirán los 1.200 euros y volverán a participar en el siguiente programa.

Pruebas de Pasapalabra [editar]

* La escalera
* El pulsador
* Antes y Después
* La palabra imposible
* El Rosco final

Primera etapa (2000-2006) [editar]

Comenzó a emitirse en el año 2000 en Antena 3. El programa estaba presentado por Silvia Jato, salvo durante el embarazo de ésta, siendo sustituida por Constantino Romero. Era el concurso de televisión de más audiencia.

El mayor premio que se otorgó en esta etapa fue de 1.023.000 €
Segunda etapa (2006) [editar]

El programa se seguía emitiendo en Antena 3, pero la marcha de Silvia Jato a Telecinco, provocó el cambio de presentador. El nuevo presentador fue Jaime Cantizano.

Durante esta corta etapa del programa, se entregó el mayor premio que un concurso de televisión de España había entregado nunca. El premio fue de 2.190.000 euros, que recibió Eduardo Benito.

La audiencia bajaba, por lo que Antena 3 decidió retirar el programa.
Tercera etapa (2007-actualidad) [editar]

En el año 2007, Telecinco se hace con los derechos del programa en España. El programa está presentado por Christian Gálvez (ex reportero de CQC). En esta estapa ha habido un pequeño cambio en la mecánica del concurso: siempre enfrenta a un concursante con una concursante (en las épocas anteriores, ambos concursantes podían ser del mismo sexo).

Pasapalabra se emite desde del 3 de diciembre de 2007 de lunes a domingo. Durante un tiempo se emitía sólo los fines de semana, ocupando el concurso Allá tú —presentado por Jesús Vázquez— su franja horaria de lunes a viernes. Sin embargo, tras tres semanas, Telecinco decidió retirar Allá tú por su baja audiencia y continuar con la emisión diaria de Pasapalabra[3] .

El mayor premio entregado hasta ahora, en la nueva etapa de Telecinco es de 450.000 euros entregado a Antonio García (emitido el 24/09/09), tras estar 4 días en el programa[4] .
El concurso en otros países [editar]

Italia, Francia, Reino Unido, Portugal y Argentina cuentan actualmente con sus propias versiones del programa.
Premios TP [editar]

* 2001 [Mejor presentadora] - nominada
* 2002 [Mejor presentadora] - nominada
* 2003 [Mejor presentadora] - nominada

* 2000 [Mejor concurso] -nominado (ganador:¿Quien quiere ser millonario?)
* 2001 [Mejor concurso] -ganador
* 2002 [Mejor concurso] -ganador
* 2003 [Mejor concurso] -ganador
* 2004 [Mejor concurso] -ganador
* 2007 [Mejor concurso] - nominado (ganador: Identity)
* 2008 [Mejor concurso] -ganador

PASAPALABRA CONCURSO DE TELEVISION

Pasapalabra es un concurso emitido en la televisión de España, basado en el formato original británico "The Alphabet Game".[1] En él, dos concursantes intentan acumular segundos en varias pruebas con palabras, que servirán para tener más tiempo para contestar a todas las definiciones de la prueba final, llamada "el rosco".

Tiene el honor de ser el concurso que entregó el mayor premio de la televisión en España (2.190.000 euros).[2]

Actualmente se emite de lunes a domingo de 20.15 h a 21.00 h en Telecinco.
Contenido
[ocultar]

* 1 Mecánica del concurso
* 2 Pruebas de Pasapalabra
* 3 Primera etapa (2000-2006)
* 4 Segunda etapa (2006)
* 5 Tercera etapa (2007-actualidad)
* 6 El concurso en otros países
* 7 Premios TP
* 8 Referencias
* 9 Enlaces externos

Mecánica del concurso [editar]

* En cada programa participan dos concursantes, ayudados cada uno por dos famosos.
* En la parte principal se realizan varias pruebas jugando con palabras, que tienen como objetivo acumular segundos para la prueba final.
* En la parte final, cada concursante ya individualmente, deberá acertar en acumulado en las pruebas anteriores más una cantidad que ha oscilado entre 85 y 100 segundos, 25 palabras del diccionario de la lengua española de la Real Academia Española o de contenido enciclopédico, cada una con una letra del alfabeto, escuchando de cada una de ellas una definición corta leída por el presentador y teniendo como pista que empieza o contiene la letra en la que se encuentre el concursante en ese momento. El concursante podrá ir contestando a definiciones mientras no falle o pida pausa diciendo "pasa palabra", moviéndose el turno al otro concursante. Los turnos se irán intercambiando hasta que cada uno termine el tiempo que tenía asignado. Si alguno de los concursante acierta todas las palabras conseguirá el bote acumulado hasta ese programa. De no ser así, se acumula una cantidad de 6.000 euros al bote, y el concursante que más palabras haya acertado gana 1.200 euros y volverá a participar en el siguiente programa. En el caso de que ambos concursantes hayan acertado el mismo número de palabras, el ganador será quien menos fallos haya cometido. Si se empatara también a fallos, ambos concursantes se repartirán los 1.200 euros y volverán a participar en el siguiente programa.

Pruebas de Pasapalabra [editar]

* La escalera
* El pulsador
* Antes y Después
* La palabra imposible
* El Rosco final

Primera etapa (2000-2006) [editar]

Comenzó a emitirse en el año 2000 en Antena 3. El programa estaba presentado por Silvia Jato, salvo durante el embarazo de ésta, siendo sustituida por Constantino Romero. Era el concurso de televisión de más audiencia.

El mayor premio que se otorgó en esta etapa fue de 1.023.000 €
Segunda etapa (2006) [editar]

El programa se seguía emitiendo en Antena 3, pero la marcha de Silvia Jato a Telecinco, provocó el cambio de presentador. El nuevo presentador fue Jaime Cantizano.

Durante esta corta etapa del programa, se entregó el mayor premio que un concurso de televisión de España había entregado nunca. El premio fue de 2.190.000 euros, que recibió Eduardo Benito.

La audiencia bajaba, por lo que Antena 3 decidió retirar el programa.
Tercera etapa (2007-actualidad) [editar]

En el año 2007, Telecinco se hace con los derechos del programa en España. El programa está presentado por Christian Gálvez (ex reportero de CQC). En esta estapa ha habido un pequeño cambio en la mecánica del concurso: siempre enfrenta a un concursante con una concursante (en las épocas anteriores, ambos concursantes podían ser del mismo sexo).

Pasapalabra se emite desde del 3 de diciembre de 2007 de lunes a domingo. Durante un tiempo se emitía sólo los fines de semana, ocupando el concurso Allá tú —presentado por Jesús Vázquez— su franja horaria de lunes a viernes. Sin embargo, tras tres semanas, Telecinco decidió retirar Allá tú por su baja audiencia y continuar con la emisión diaria de Pasapalabra[3] .

El mayor premio entregado hasta ahora, en la nueva etapa de Telecinco es de 450.000 euros entregado a Antonio García (emitido el 24/09/09), tras estar 4 días en el programa[4] .
El concurso en otros países [editar]

Italia, Francia, Reino Unido, Portugal y Argentina cuentan actualmente con sus propias versiones del programa.
Premios TP [editar]

* 2001 [Mejor presentadora] - nominada
* 2002 [Mejor presentadora] - nominada
* 2003 [Mejor presentadora] - nominada

* 2000 [Mejor concurso] -nominado (ganador:¿Quien quiere ser millonario?)
* 2001 [Mejor concurso] -ganador
* 2002 [Mejor concurso] -ganador
* 2003 [Mejor concurso] -ganador
* 2004 [Mejor concurso] -ganador
* 2007 [Mejor concurso] - nominado (ganador: Identity)
* 2008 [Mejor concurso] -ganador

KOCHIKAME SERIE DE DIBUJOS ANIMADOS

Kochira Katsushika-ku Kameari Kōen Mae Hashutsujo (こちら葛飾区亀有公園前派出所, Kochira Katsushika-ku Kameari Kōen Mae Hashutsujo? Comisaría del parque de Kameari, distrito de Katsushika), comúnmente conocido como Kochikame (こち亀, 'Kochikame'?), es una serie de manga de Osamu Akimoto que trata de las historias que surgen en el día a día en la Comisaría del Parque de Kameari. Apareció por primera vez en la revista japonesa Shōnen Jump en octubre de 1976, por lo que se convierte en el manga más largo y longevo de la historia. Se hizo una adaptación televisiva de este anime producida por Studios Gallop
Argumento [editar]
Artículo principal: Anexo:Episodios de Kochira Katsushika-ku Kameari Kōen Mae Hashutsujo

La historia como su propio nombre indica se centra en las aventuras y desventuras de una estación de policía donde conoceremos a una serie de personajes y entre ellos al protagonista. Kankichi Ryotsu es un hombre de 36 años del que podríamos pensar como en alguien corriente, pero las cosas no son lo que parecen. Si bien es cierto que Ryo ha conseguido un puesto como policía en la comisaría de Kameari , su capacidad de dedicación al trabajo es inversamente proporcional a su capacidad para maniobrar estrategias para enriquecerse lo más rápido posible o trabajar lo menos posible , estrategias que dicho sea de paso nunca funcionan y siempre acaban causando miles de situaciones cómicas o a veces entrañables. Así es, Ryotsu no puede permanece inmóvil ante la posibilidad de conseguir dinero y excusa ese vicio diciendo que el sueldo del policía base es una miseria.

Por ello, argumento típico de esta serie comienza con Ryo trazando un plan para ganar dinero rápido por algún invento o negocio, llamando a Nakagawa para que le traía lo que necesite y, finalmente, perdiéndolo todo y teniendo que pagar además los desperfectos causados por sus planes. Mientras que el argumento va hilado por un gag tras otro, la mayor parte del humor se basa en la combinación de carácteres mundanos con carácteres extrañamente fuera de lugar, como Nakagawa con su riqueza o María, que es transexual. Lo único que tienen en común es la carencia del real de policía, la mayor parte de cual nunca es explicado o racionalizada en lo más mínimo.
Personajes [editar]

Esta serie tiene una gran cantidad de personajes. De estos, los más importantes son:

Kankichi Ryotsu(両津 勘吉): Es un policía de 36 años con la mentalidad de un niño de 12. No le gusta demasiado trabajar y es bastante avaricioso, pero con muy buen corazón y que se hace querer por todos sus compañeros, a pesar de tener que soportar sus extrañas y alocadas ideas. El sueño dorado de Ryotsu es convertirse en multimillonario de forma fácil y rápida, tiene un raro talento para ello y siempre idea una serie de planes descabellados, a cual más extraño, pero cuando sus planes al principio parecen tener éxito, su avaricia hace que las cosas se descontrolen y acabe igual que antes o más arruinado.Aparte que no sabe racionalizarse el dinero del sueldo, a mitad de mes intenta buscar comida en los contenedores u gorronearsela o perdírsela a los demás, aparte o´hara, su jefe, prohíbe a los demás compañeros que le ayuden y así madure un poco. Además es un vago, que siempre está enterado de lo último en maquetas y videojuegos, se relaciona bastante bien con los niños del distrito, quienes le tienen mucho aprecio. También posee una fuerza y resistencia extraordinarias de las que deberá depender en muchas ocasiones. Es un solterón que parece no estar interesado en las mujeres, y las pocas veces que liga no tiene mucho éxito. Para empeorar las cosas, tiene una batalla declarada contra las mujeres policías del departamento de trafico, que han confabulado contra él para que salga mal en todas las encuestas de la comisaria (ya algo fácil por el comportamiento de Kankichi) y encima le apodan "el gorila Kankichi",siendo el soltero menos deseado en las encuestas de matrimonio de la policía.Algunas veces hacen las paces, pero Kankichi siempre mete la pata y por lo que siempre están en pie de guerra.Curiosamente Kankichi sueña algún día que será jefe de la comisaria del distrito de kameari.

Jefe Daijiro Ohara(大原 大次郎): Es un hombre que está totalmente sobrepasado por la influencia de Ryotsu pero que busca ante todo que la comisaría funcione lo mejor posible, y suele ser víctima de las ideas de Kankichi al que dedica toda clase de broncas.Siendo el jefe de Ryotsu, se extralimita con él, por la gravedad de sus acciones y su actitud.Siempre esta encima de Ryostsu intentando que no cometa travesuras y gamberradas, intenta inculcarle algo de disciplina y también darle ejemplo, siempre le impone castigos por su acciones, que en nada se parece a una sanción "normal" a un agente de policía, sino a un castigo a un niño, solo que algo más endurecido para un adulto de cuerpo como Kankichi.Se podría decir que es una figura paternal dentro del trabajo para Ryotsu, siempre habiendo una relación especial entre ellos, que les lleva a discutir quien tiene la razón o quien de los dos es el mejor en cualquier tipo competición, simplemente quien de los dos se sale con la suya. Este comportamiento sólo se aplica hacia Ryotsu, con los demás compañeros de trabajo es completamente distinto. A pesar de su mal humor que tiene por culpa de Kankichi (que suele ser algo constante). Es una persona bondadosa y muy fiel a su trabajo y honrada, desearía que Kankichi fuera así, para la tranquilidad de él, sus compañeros de trabajo y el cuerpo de policía de kameari.

Kei-ichi Nakagawa(中川 圭一): Es un joven policía de uniforme amarillo, hijo de un poderoso empresario japonés que decidió ejercer de policía aunque en las distintas sucursales de las distintas empresas que controla su familia es conocido como “señor”. Una curiosidad es que en cada historia, Nakagawa conduce diversos modelos de Ferrari o coches similares con los que dota en ocasiones de una gran efectividad a la comisaría. A pesar de ser rico, con éxito entre el sector femenino y eficiente en el trabajo, es totalmente atento y tan modesto que trata a Ryotsu de "señor" o por que también Ryotsu tiene el rango de sargento y es su superior. En algunos momentos de la serie, pondrá en uso los recursos de su empresa familiar, siéndole muy útil a Ryotsy en sus planes, aunque eso no cambie el final de las cosas... Acontrario que Kakinchi, Nakagawa, es el soltero más deseado dentro de la comisaria y es primero en todas las encuestas positivas de la comisaria, sobre todo como el pretendiente ideal para un matrimonio.

Reiko Akimoto(秋本 麗子): Es una atractiva joven de cabellos rubios siempre vestida con un uniforme chillón rosa. Es medio francesa y fue educada en EEUU por lo que domina numerosos idiomas. De carácter dulce, Reiko es un agente peligrosa y bien entrenada. En ocasiones, pierde los nervios con Ryo.En numerosas ocasiones pone mucho interés por su colega Nakagawa.

Hayato Honda(本田 速人): Es un policía urbano con una personalidad muy timida e cobardica como ha sido costumbre en su familia, pero que cambia en el momento en que se sube a su moto convirtiéndolo en un policía agresivo y temerario. El mismo efecto sufre el resto de su familia con objetos diversos. Es un otaku del manga shojo y de las ídolos japoneses. Es uno de los mejores amigos de Ryo.

Ai Asato(麻里 愛): Se hace llamar María. Es una joven policía muy parecida a Reiko de no ser por dos datos: Es morena, y lo más importante, es un chico. Está enamorada de Ryo y se pone celosa cada vez que una mujer se le acerca a su amor. Era campeón de kickboxing. Ella, aunque tímida, posee una gran fuerza. Su cuerpo de mujer fue copiado del de su hermana, de la que ahora es gemela.

Higurashi neruo(日暮 熟睡男): Es un policía de lo más vago y raro, que sólo se levanta para ir al trabajo una vez cada 4 años, como los Juegos Olímpicos, por lo que en la comisaría le llaman "El Olimpiada". Sin embargo cuando está despierto (sólo se despereza al ver una chica guapa) demuestra ser un excelente policía, resuelve casos en apenas unos segundos, y además tiene dotes de vidente, es capaz de tomar fotos del futuro de las próximas 24 horas, y así impedir accidentes y robos antes de que sucedan. Después, se afeita, se rapa el pelo y come mucho para luego hibernar otros 4 años.

Tatsunosuke "Tatsu" Sakonji(左近寺 竜之介): Policía que se encarga de enseñar a los demás el estilo de las artes marciales. Es un tipo duro de gran cuerpo y cabezota, que le encantan los juegos de lucha, pero cuando Ryotsu le enseña el juego "Recuerdos Rosas" (un juego que su desarrollo consiste en ligarse a la chica del juego, Saori), Sakonji se pasa día y noche jugando a ese juego, pero nunca consigue enamorar a Saori.

También aparecen a veces las dos policías protagonista del manga You are under arrest! o conocido en españa, estas arrestado.

También están Terai, Matoi Giboshi, Saotome, Haya Isowashi, Haru Mido, Volvo...

KOCHIKAME SERIE DE DIBUJOS ANIMADOS

Kochira Katsushika-ku Kameari Kōen Mae Hashutsujo (こちら葛飾区亀有公園前派出所, Kochira Katsushika-ku Kameari Kōen Mae Hashutsujo? Comisaría del parque de Kameari, distrito de Katsushika), comúnmente conocido como Kochikame (こち亀, 'Kochikame'?), es una serie de manga de Osamu Akimoto que trata de las historias que surgen en el día a día en la Comisaría del Parque de Kameari. Apareció por primera vez en la revista japonesa Shōnen Jump en octubre de 1976, por lo que se convierte en el manga más largo y longevo de la historia. Se hizo una adaptación televisiva de este anime producida por Studios Gallop
Argumento [editar]
Artículo principal: Anexo:Episodios de Kochira Katsushika-ku Kameari Kōen Mae Hashutsujo

La historia como su propio nombre indica se centra en las aventuras y desventuras de una estación de policía donde conoceremos a una serie de personajes y entre ellos al protagonista. Kankichi Ryotsu es un hombre de 36 años del que podríamos pensar como en alguien corriente, pero las cosas no son lo que parecen. Si bien es cierto que Ryo ha conseguido un puesto como policía en la comisaría de Kameari , su capacidad de dedicación al trabajo es inversamente proporcional a su capacidad para maniobrar estrategias para enriquecerse lo más rápido posible o trabajar lo menos posible , estrategias que dicho sea de paso nunca funcionan y siempre acaban causando miles de situaciones cómicas o a veces entrañables. Así es, Ryotsu no puede permanece inmóvil ante la posibilidad de conseguir dinero y excusa ese vicio diciendo que el sueldo del policía base es una miseria.

Por ello, argumento típico de esta serie comienza con Ryo trazando un plan para ganar dinero rápido por algún invento o negocio, llamando a Nakagawa para que le traía lo que necesite y, finalmente, perdiéndolo todo y teniendo que pagar además los desperfectos causados por sus planes. Mientras que el argumento va hilado por un gag tras otro, la mayor parte del humor se basa en la combinación de carácteres mundanos con carácteres extrañamente fuera de lugar, como Nakagawa con su riqueza o María, que es transexual. Lo único que tienen en común es la carencia del real de policía, la mayor parte de cual nunca es explicado o racionalizada en lo más mínimo.
Personajes [editar]

Esta serie tiene una gran cantidad de personajes. De estos, los más importantes son:

Kankichi Ryotsu(両津 勘吉): Es un policía de 36 años con la mentalidad de un niño de 12. No le gusta demasiado trabajar y es bastante avaricioso, pero con muy buen corazón y que se hace querer por todos sus compañeros, a pesar de tener que soportar sus extrañas y alocadas ideas. El sueño dorado de Ryotsu es convertirse en multimillonario de forma fácil y rápida, tiene un raro talento para ello y siempre idea una serie de planes descabellados, a cual más extraño, pero cuando sus planes al principio parecen tener éxito, su avaricia hace que las cosas se descontrolen y acabe igual que antes o más arruinado.Aparte que no sabe racionalizarse el dinero del sueldo, a mitad de mes intenta buscar comida en los contenedores u gorronearsela o perdírsela a los demás, aparte o´hara, su jefe, prohíbe a los demás compañeros que le ayuden y así madure un poco. Además es un vago, que siempre está enterado de lo último en maquetas y videojuegos, se relaciona bastante bien con los niños del distrito, quienes le tienen mucho aprecio. También posee una fuerza y resistencia extraordinarias de las que deberá depender en muchas ocasiones. Es un solterón que parece no estar interesado en las mujeres, y las pocas veces que liga no tiene mucho éxito. Para empeorar las cosas, tiene una batalla declarada contra las mujeres policías del departamento de trafico, que han confabulado contra él para que salga mal en todas las encuestas de la comisaria (ya algo fácil por el comportamiento de Kankichi) y encima le apodan "el gorila Kankichi",siendo el soltero menos deseado en las encuestas de matrimonio de la policía.Algunas veces hacen las paces, pero Kankichi siempre mete la pata y por lo que siempre están en pie de guerra.Curiosamente Kankichi sueña algún día que será jefe de la comisaria del distrito de kameari.

Jefe Daijiro Ohara(大原 大次郎): Es un hombre que está totalmente sobrepasado por la influencia de Ryotsu pero que busca ante todo que la comisaría funcione lo mejor posible, y suele ser víctima de las ideas de Kankichi al que dedica toda clase de broncas.Siendo el jefe de Ryotsu, se extralimita con él, por la gravedad de sus acciones y su actitud.Siempre esta encima de Ryostsu intentando que no cometa travesuras y gamberradas, intenta inculcarle algo de disciplina y también darle ejemplo, siempre le impone castigos por su acciones, que en nada se parece a una sanción "normal" a un agente de policía, sino a un castigo a un niño, solo que algo más endurecido para un adulto de cuerpo como Kankichi.Se podría decir que es una figura paternal dentro del trabajo para Ryotsu, siempre habiendo una relación especial entre ellos, que les lleva a discutir quien tiene la razón o quien de los dos es el mejor en cualquier tipo competición, simplemente quien de los dos se sale con la suya. Este comportamiento sólo se aplica hacia Ryotsu, con los demás compañeros de trabajo es completamente distinto. A pesar de su mal humor que tiene por culpa de Kankichi (que suele ser algo constante). Es una persona bondadosa y muy fiel a su trabajo y honrada, desearía que Kankichi fuera así, para la tranquilidad de él, sus compañeros de trabajo y el cuerpo de policía de kameari.

Kei-ichi Nakagawa(中川 圭一): Es un joven policía de uniforme amarillo, hijo de un poderoso empresario japonés que decidió ejercer de policía aunque en las distintas sucursales de las distintas empresas que controla su familia es conocido como “señor”. Una curiosidad es que en cada historia, Nakagawa conduce diversos modelos de Ferrari o coches similares con los que dota en ocasiones de una gran efectividad a la comisaría. A pesar de ser rico, con éxito entre el sector femenino y eficiente en el trabajo, es totalmente atento y tan modesto que trata a Ryotsu de "señor" o por que también Ryotsu tiene el rango de sargento y es su superior. En algunos momentos de la serie, pondrá en uso los recursos de su empresa familiar, siéndole muy útil a Ryotsy en sus planes, aunque eso no cambie el final de las cosas... Acontrario que Kakinchi, Nakagawa, es el soltero más deseado dentro de la comisaria y es primero en todas las encuestas positivas de la comisaria, sobre todo como el pretendiente ideal para un matrimonio.

Reiko Akimoto(秋本 麗子): Es una atractiva joven de cabellos rubios siempre vestida con un uniforme chillón rosa. Es medio francesa y fue educada en EEUU por lo que domina numerosos idiomas. De carácter dulce, Reiko es un agente peligrosa y bien entrenada. En ocasiones, pierde los nervios con Ryo.En numerosas ocasiones pone mucho interés por su colega Nakagawa.

Hayato Honda(本田 速人): Es un policía urbano con una personalidad muy timida e cobardica como ha sido costumbre en su familia, pero que cambia en el momento en que se sube a su moto convirtiéndolo en un policía agresivo y temerario. El mismo efecto sufre el resto de su familia con objetos diversos. Es un otaku del manga shojo y de las ídolos japoneses. Es uno de los mejores amigos de Ryo.

Ai Asato(麻里 愛): Se hace llamar María. Es una joven policía muy parecida a Reiko de no ser por dos datos: Es morena, y lo más importante, es un chico. Está enamorada de Ryo y se pone celosa cada vez que una mujer se le acerca a su amor. Era campeón de kickboxing. Ella, aunque tímida, posee una gran fuerza. Su cuerpo de mujer fue copiado del de su hermana, de la que ahora es gemela.

Higurashi neruo(日暮 熟睡男): Es un policía de lo más vago y raro, que sólo se levanta para ir al trabajo una vez cada 4 años, como los Juegos Olímpicos, por lo que en la comisaría le llaman "El Olimpiada". Sin embargo cuando está despierto (sólo se despereza al ver una chica guapa) demuestra ser un excelente policía, resuelve casos en apenas unos segundos, y además tiene dotes de vidente, es capaz de tomar fotos del futuro de las próximas 24 horas, y así impedir accidentes y robos antes de que sucedan. Después, se afeita, se rapa el pelo y come mucho para luego hibernar otros 4 años.

Tatsunosuke "Tatsu" Sakonji(左近寺 竜之介): Policía que se encarga de enseñar a los demás el estilo de las artes marciales. Es un tipo duro de gran cuerpo y cabezota, que le encantan los juegos de lucha, pero cuando Ryotsu le enseña el juego "Recuerdos Rosas" (un juego que su desarrollo consiste en ligarse a la chica del juego, Saori), Sakonji se pasa día y noche jugando a ese juego, pero nunca consigue enamorar a Saori.

También aparecen a veces las dos policías protagonista del manga You are under arrest! o conocido en españa, estas arrestado.

También están Terai, Matoi Giboshi, Saotome, Haya Isowashi, Haru Mido, Volvo...

Detective Conan

Detective Conan (名探偵コナン, Meitantei Conan?) es una serie basada en el manga de Gosho Aoyama (青山 剛昌, 'Aoyama Gosho'?), conocida en Estados Unidos como Case Closed, que aún no está terminada ni en manga ni en anime, y que ha alcanzado un éxito excelente fuera de Japón.

El manga se sigue editando en Japón desde 1994 y lleva editados un total de 65 volúmenes en Japón. El anime se transmite desde 1996 y cuenta con 553 episodios hasta la fecha. Hasta marzo de 2009 se emitió la mayoría de los lunes en Japón a las 19:30 en Yomiuri TV, a partir de abril del mismo año comenzó a emitirse los días sábados a las 18:00 por el mismo canal.

En el mes de octubre del año 2007 se publicó una entrevista con el creador, Gosho Aoyama donde el mismo expresaba que el final del anime está planeado pero que tardará en llegar y no decepcionará a los fans. El final del manga está más cercano que el del anime, pero ninguno de los dos tiene una fecha concreta todavía.

En el ranking publicado por TV Asahi de los mejores 100 animes de 2006 (en base a una encuesta online en Japón), Detective Conan alcanzó el puesto 23.[1]
Contenido
[ocultar]

* 1 Argumento
* 2 Personajes
* 3 Aspectos de la Serie
* 4 Contenido de la obra
o 4.1 Anime
o 4.2 OVAs (Original Video Animation)
o 4.3 Películas
+ 4.3.1 Live Action
o 4.4 Cortos, Especiales y Omakes
+ 4.4.1 Especiales
+ 4.4.2 OMAKE
o 4.5 Manga
+ 4.5.1 Lista de Volúmenes
o 4.6 Banda Sonora
* 5 Curiosidades
* 6 Videojuegos
* 7 Versiones y adaptaciones
o 7.1 Emisión internacional
* 8 Seiyu / Voces
* 9 Notas
* 10 Véase también
* 11 Enlaces externos

Argumento [editar]

Trata sobre un joven de escuela preparatoria llamado Shinichi Kudo, que un día mientras estaba en un parque de atracciones siguió a unos hombres vestidos de negro que estaban haciendo tratos ilegales. De pronto uno de ellos coge a Shinichi por la espalda, lo golpea con un bate y lo droga con una pastilla que en teoría lo llevaría a su muerte. Pero esa pastilla tenía unos efectos secundarios: en vez de morir, encoge. Allí es cuando Shinichi Kudo de 17 años pasa a ser Conan Edogawa, de 7 años, un niño con mente de un adulto que busca la única y sola verdad.
Personajes [editar]
Artículo principal: Personajes de Detective Conan

* Shinichi Kudo (工藤 新一, Kudō Shinichi?) (Apodado por Vermouth: "Silver Bullet") (Bobby Jackson en Latinoamérica): Es el detective adolescente que encogió a causa de un veneno que unos hombres vestidos de negro le hicieron beber y éste es el protagonista de esta historia, ahora conocido bajo la identidad de Conan Edogawa. Es hijo de Yusaku Kudo y Yukiko Kudo, cuyos nombres en Latinoamérica son Arturo y Hortensia Jackson. Su único y gran amor es Ran Mouri, su mejor amiga, la cual conoce desde que son pequeños y que ahora vive con él, pero con la identidad de Conan Edogawa.

* Conan Edogawa (江戸川コナン, Edogawa Conan?) (Apodado por Jodie: "Cool Kid") (Conan Blasi en Latinoamérica): Es en realidad Shinichi Kudo. Es exactamente igual a Shininchi de pequeño pero lleva las gafas para disimularlo un poco. Forma parte de la Liga juvenil de Detectives . Utiliza mucho los inventos del profesor Agasa. A pesar de haber encogido, su capacidad de razonar y su inteligencia continúan intactas.

* Ran Mouri (毛利 蘭, Mōri Ran?) (Apodada por Vermouth: "Angel") (Claudia Guzmán en Latinoamérica): Es la capitana del equipo de kárate de su instituto. Está enamorada de Shinichi. Es una chica muy sensible, cortés, simpática e inteligente. A lo largo de la serie ha sospechado incontables veces de él, pero por obra del destino siempre termina creyéndole.

* Kogoro Mouri (毛利 小五郎, Mōri Kogorō?) (Carlos Guzmán en Latinoamérica): Es un detective más bien mediocre, padre de Ran y ex-marido de Eri Kisaki, una famosa abogada. Es adicto al tabaco, al alcohol, las carreras de caballos y los conciertos de Yoko Okino. A pesar de que no tenga intelecto para ser detective, formó parte de la policía en el pasado y fue un excelente agente.

* Hiroshi Agasa (阿笠 博士, Agasa Hiroshi?) (Profesor Cardillo en Latinoamérica): Es el único que, en un principio, conoce la identidad real de Conan, al que provee de espectaculares inventos que le ayudan a resolver los casos que se le presentan.

* Sonoko Suzuki (鈴木園子, Suzuki Sonoko?) (Sarita en Latinoamérica): Es la mejor amiga de Ran, hija de una familia muy adinerada. Cuando Kogoro está ausente, en diversas ocasiones Conan se vale de ella para resolver los casos.

* Heiji Hattori (服部 平次, Hattori Heiji?) (Héctor Garza en Latinoamérica): Es un detective adolescente de Osaka, tan conocido por su tierra como el mismo Shinichi Kudo por la suya. Descubre la identidad de Conan muy fácilmente al poco tiempo de su primera aparición en la serie, y posteriormente se convierte en uno de sus aliados más importantes. Su mejor amiga es Kazuha Toyama, de quien está enamorado. Sus padres son Heizo Hattori, comisario de la policía de Osaka, y Shizuka Hattori. Dado su origen, Heiji habla con acento kansai.

* Ai Haibara (灰原哀, Haibara Ai?): Viene de la organización y su verdadero nombre es Shiho Miyano (en japonés,宮野志保 miyano shiho)y su nombre en clave Sherry. Después de que mataran a su hermana Akemi, decide escapar tomando la droga que ella inventó, la misma que tomo Shininchi . En muchas partes de la serie se que ve que Ran le recuerda mucho a su hermana. Vive con el profesor Agasa y desarrollan una relación bastante peculiar de padre e hija.

* Kid el Ladrón (怪盗キッド, Kaitō Kiddo?): También conocido como Kaito Kid o Ladrón 1412, es un ladrón buscado internacionalmente que se parece mucho a Shinichi. Tiene su propia serie manga del mismo autor, Magic Kaito, anterior a Detective Conan. Viste una capa y un sombrero de copa blancos y lleva un monóculo en el ojo derecho. En la décima película y en un capítulo donde se reúnen los cuatro mejores detectives de Japón (este, oeste, norte, sur) desvela en su mente su verdadera identidad: Kaito Kuroba.

Aspectos de la Serie [editar]

En España, en el año 1999 se comenzó a editar el manga de Detective Conan de la mano de Planeta deAgostini. En un principio fue un fracaso, pero tras el estreno del anime en TV, pronto se comenzaron a editar nuevos tomos, llegando a recopilar 13 tomos del Volumen 1, 64 del Volumen 2 (abierta) y 30 del Volumen Especial hasta la fecha.

El anime se estrenó en Antena 3 en el año 2000, junto con la comunidad Catalana, quien estrenaba episodios en Catalán y hasta el momento, emitió 477 capítulos (emitiendo actualmente)y las películas 3 y 4. En Español se llegaron a emitir gracias a la autonómica andaluza Canal 2 Andalucía, 327 episodios y en Galicia 278 episodios. En España el anime es distribuido por la productora Arait Multimedia. Es importante recalcar que por parte de la versión animada existen 13 películas emitidas y 1 en proceso y 9 ovas. También existen 2 live action de la serie.

En Hispanoamérica la versión animada obtuvo 123 episodios divididos en dos temporadas.

El anime está producido por TMS Entertainment y cuenta ya con 551 episodios, 13 películas (en abril del 2010 habrá 14), y todavía se emite todos los sábados en Japón (anteriormente los lunes) a las 18:00 en Yomiuri TV.
Contenido de la obra [editar]
Anime [editar]
Artículo principal: Anexo:Episodios de Detective Conan

Al igual que la mayoría de los animes, el de Detective Conan es una adaptación animada del manga. Las diferencias entre anime y manga son más o menos notorias y el principal cambio se da en los llamados rellenos (o fillers), aunque se han dado algunas ediciones de mayor o menor importancia durante la historia en el anime con respecto a lo acontecido en el manga.
OVAs (Original Video Animation) [editar]

1. Conan vs Kid vs Yaiba - Año 2001
2. 16 Sospechosos - Año 2002
3. Conan, Heiji y el niño desaparecido - Año 2003
4. Conan, Kid y el Cristal Madre - 2004
5. ¡El Objetivo es Mōri Kogoro! ¡La investigación secreta de los jóvenes detectives! - Año 2005
6. ¡La persecución del diamante desaparecido! Conan & Heiji vs KID - Año 2006
7. Un desafío escrito de Agasa - Año 2007
8. La chica detective de preparatoria, los casos de Sonoko Suzuki - Año 2008
9. El extraño luego de 10 años - Año 2009

Películas [editar]

* Película 1: Rascacielos en el tiempo (時計じかけの摩天楼, Tokei Jikake no Matenrō?) (19/04/1997).

Tomando la historia original de Detective Conan, la primera película sigue las aventuras de Conan mientras intenta encontrar y capturar a un loco que ha puesto bombas por toda la ciudad. Después de ir bomba tras bomba, Conan debe detener una antes de que destruya un rascacielos en el centro de la ciudad cuya potencia causaría millones de dólares en daños y cientos de muertos y que Ran no muera en la explosión, ya que quedó en verse allí con Shinichi a las 12 de la noche para celebrar su cumpleaños.

* Película 2: La decimocuarta víctima (14番目の標的, Jyuuyon banme no Tagetto?) (18/04/1998).

Una mañana, Ran se despierta sobresaltada por una pesadilla. En ella, a su madre Eri le disparan; Ran no sabe el porqué de ese sueño hasta que recuerda que 10 años antes su padre Kogoro, cuando aún estaba en el cuerpo de policía, disparó a Eri como único modo de arrestar al criminal Jo Murakami. Justamente en esos días, Jo Murakami ha salido de prisión tras cumplir una condena de 10 años por sus crímenes. Kogoro Mouri y Juuzo Megure fueron sus captores, y al final Conan se dará cuenta cual fue el motivo por el cual Kogoro le disparó a su esposa.

* Película 3: El último mago del siglo (世紀末の魔術師, Seikimatsu no Majutsushi?) (17/04/1999).

La policía japonesa no es capaz de atrapar al ladrón de guante blanco Kaitou Kid. Su próximo objetivo es hacerse con el Huevo de Pascua de la Rusia Imperial, una joya hecha con oro y cristal que se encuentra en Osaka, y avisando de ello envía una nota a las fuerzas policiales retándoles a que se lo impidan. Kogoro Mouri y su familia se desplazan hasta Osaka para ayudar a la policía. Conan se encontrará de nuevo con Kaitou Kid e intentará impedir el robo.

* Película 4: Capturado en sus ojos (瞳の中の暗殺者, Hitomi no Naka no Ansatsusha?) (22/04/2000).

Uno tras otro, diferentes oficiales de policía están siendo asesinados. La Policía intenta no perder los nervios e investigar con calma lo sucedido, creyendo que el asesino puede formar parte de alguna asociación vinculada a las fuerzas policiales. Resulta que el hijo del jefe del departamento policial está involucrado en los asesinatos y Ran pierde la memoria. Al final de la película sale una especie de ova donde parece ser que Shinichi piensa que es igual que Kogoro, pues como Conan le dijo a Ran, utiliza las mismas palabras que le dijo Kogoro a su esposa para que se casara con ella.

* Película 5: Cuenta regresiva al cielo (天国へのカウントダウン, Tengoku e no Count Down?) (21/04/2001).

En la ciudad de Nishitamashi se va a inaugurar un edificio con forma de torres gemelas, con 75 plantas de alto que hacen que desde el suelo parezca que han de alcanzar el cielo. Al reconocer las torres mientras vuelven de un campamento escolar, Conan y los pequeños detectives deciden verlas de cerca. En el edificio se encuentran con Kogoro, Ran y Sonoko por casualidad, pues la presidenta del Tokiwa Group, Mio Tokiwa, y Kogoro eran viejos compañeros de la universidad, y la mujer había invitado a Kogoro para enseñarle el edificio el día antes de ser inaugurado. Uniéndose a ellos, Conan y el resto de niños se escapan del tour guiado por Mio y van hasta el último piso para ver la maravillosa vista de la ciudad. Pero algo va mal para Conan; dos trabajadores están hablando y dicen que hay un coche sospechoso delante del edifico, un Porsche 356A negro, muy similar al de Gin.

* Película 6: El fantasma de Baker Street (ベイカー街の亡霊, Beikā Sutorīto no Bōrei?) (20/04/2002).

Un niño prodigio que vive en los EE.UU. se suicida después de crear un programa informático. Años más tarde este juego va a salir a la venta, pero antes de eso hay una fiesta de presentación donde acuden todo tipo de personas importantes: actores, cantantes, científicos, jefes de empresas, etc., incluso Yusaku Kudo, el padre de Shinichi, y el Profesor Agase. En esta fiesta hay 50 máquinas virtuales con el nuevo juego para que lo prueben 50 niños. En un principio los 50 niños son todos niños ricos, pero la Liga Juvenil de Detectives consigue colarse para poder jugar y Sonoko le regala su pase de cortesía a Ran para que no se aleje de Conan. Sin embargo, algo va mal, de repente el juego cobra "vida" y comienza a hablar. El juego consiste en superar unas pruebas en diferentes escenarios, si alguien falla, morirá. La única manera de salvar a los niños es que alguien consiga llegar hasta el final. Conan elegirá el escenario de Londres del siglo XIX.

* Película 7: Cruce en la antigua capital (迷宮の十字路, Meikyū no Kurosurōdo?) (19/04/2003).

La película trata de un camino maldito de unas ruinas y unos monjes muy extraños. En este cruce estarán Ran, Conan, Heiji y Kazuha, en donde todos son objetivos de varios atentados con flechas. Kazuha es secuestrada y Heiji es herido, y Shinichi hará una corta aparición simulando ser Heiji.

* Película 8: El mago del cielo plateado (銀翼の奇術師, Ginyoku no Majishan?) (17/04/2004).

En esta ocasión, una famosa actriz pide ayuda a Kogoro Mouri para atrapar a Kaito Kid; al final la aventura se resolverá en un vuelo en avión improvisado.

* Película 9: Estrategia sobre las profundidades (水平線上の陰謀, Suiheisenjō no Sutoratejī?) (9/04/2005).

Conan, Ran, Kogoro, Agase y los niños van en el crucero Afrodite por el mar. Todo va bien hasta que una serie de asesinatos y una explosión obligan a evacuarlos del barco porque se hunde, pero Ran ha desaparecido.

* Película 10: El réquiem de los detectives (探偵たちの鎮魂歌, Tantei tachi no REQUIEM?) (15/04/2006).

Kogoro es contratado en un parque de atracciones para que investigue un caso, pero si no lo consigue en 12 horas Ran y los niños morirán. Conan también ayuda a Kogoro a investigar y paso a paso van apareciendo personajes como Heiji y Kaito Kid, también aparecerán todos los detectives que operan en la ciudad de Japón, como el Inspector Megure, Shiratori, Sato, Takagi, los detectives Yokomizo, Heizo Hattori, etc.

* Película 11: La bandera pirata en el vasto océano (紺碧の棺, Konpeki no Jorī Rojā?) (21/04/2007).

Conan y los niños viajan a una isla junto a Kogoro, Ran, Sonoko y Agasa. Los niños van resolviendo un mapa del tesoro mientras que Ran y Sonoko hacen buceo. Finalmente la historia de dos mujeres piratas y su barco escondido darán mucho juego en una aventura increíble, Ran se verá envuelta en un problema y Conan tratará de salvarla.

* Película 12: La partitura del miedo (戦慄の楽譜, Senritsu no Gakufu?) (19/04/2008).

Una serie de asesinatos apuntan a varios músicos. Todas las víctimas eran antiguos miembros de una academia de música dirigida por un famoso pianista. Se abre un salón de conciertos para la música hecha por ese pianista y Conan y otros fueron invitados a su abertura. La característica principal del concierto era los tonos de "Bach trembled", un tipo de música tocado con el Órgano de pipa, el famoso violín "Stradivarius", y la voz perfecta de una vocalista. Sin embargo, comienzan a suceder muchos incidentes sospechosos durante el concierto. Conan y otros invitados visitan el concierto en el día del estreno, pero ocurre una repentina y enorme explosión en el salón de conciertos, rodeando el lugar de enormes llamas.

* Película 13: El perseguidor negro (, Shikkoku no tsuisekisha?) (18/04/2009).

La película se desarrolla en torno a unos asesinatos en serie en Tokio y Kanagawa. Vienen muchos policías de todo Japón para asistir al encuentro relacionado con el caso y Conan ve como un hombre entra en el coche de Gin. Conan sospecha que el caso tiene que ver con la organización y descubre que Irish (hijo de Pisco) se hace pasar por un miembro de la policia y que va en busca de una memoria disk de la organzación.

* Película 14: El francotirador en la niebla (?¿/04/2010).

Live Action [editar]

El 2 de octubre de 2007 fue lanzado un especial de TV de Detective Conan con actores reales, titulado Detective Conan Drama. En el mes de diciembre de 2007 se estrenó la segunda parte, titulada con el nombre de El regreso de Shinichi Kudo. Oguri Shun fue el encargado de dar vida a Shinichi Kudo.

Capítulos Live action 2007

1. Una carta de desafío para Kudo Shinichi
2. ¡El regreso de Shinichi Kudo!

Cortos, Especiales y Omakes [editar]

Los cortos de Conan están recopiladoes en un video especial llamado Gosho Collection of Short Stories (Historias Cortas de Gosho Aoyama ).

Se trata de dos ovas, capítulos especiales con un total de siete historias alternas. En cuatro de ellas se relacionan algo con Conan o algún personaje de la serie. Salieron en VHS para el año 1999 y en el año 2003 editaron para DVD. Las historias que traen son :
Especiales [editar]

Los títulos entre paréntesis son los posibles títulos reales de los episodios publicados en el manga.

Especial 1

* Yo tendré que esperar por ti (Espera un Momento).
* Una mariposa pérdida de color rojo (El caso de la mariposa roja).

Trata sobre los padres de Shinichi en su juventud, y como ella le pone un acertijo para que él logre desarrollarlo y verse con ella.

* Navidad en verano (El Santa Claus de Verano).

Especial 2

* Daisakusen mini detective (Mini detective George, grandes casos).
* Voló hacia el cielo nocturno de los 10 planetas (El caso del Bebé Shinichi).

En esta ova la mamá de Shinishi tiene que hallar al padre de éste, solo con unas pistas.

* Lang Ying (El samurái).

Trata de la historia de un samurai que al envejecer logra ser joven por un día y derrota a un antiguo enemigo.

* Play it again (Tócala otra vez)
* Misión de 7 minutos de la Liga Juvenil de Detectives (El Making Off Conan).

En esta historia se demuestra como se realiza la serie de Conan, una especie de detrás de cámaras que revelan en 7 minutos
OMAKE [editar]

Inuyasha And Detective Conan Secret Conversation

El contenido de este video demuestra la relación que llevan estas 2 series, si no también la explicación sobre el origen del animé y su evolución, una especificación de cada personaje y datos curiosos.
Manga [editar]

Cada miércoles se publica un file en la revista Shonen Sunday en Japón desde 1994, el próximo miércoles (28 de noviembre) se publicara el file 711. Planeta DeAgostini se encarga de publicarlo en España. Actualmente se encuentra dividido en tres colecciones, Vol.1, Vol.2 y Vol. Especial, de 13, 63 y 30 tomos respectivamente. Las colecciones Vol. 2 y Vol. Especial todavía se están publicando. Esto la convierte en la serie manga más larga publicada en España, superando así a su antiguo rival, Dragon Ball. En Japón es una de las cuatro series más vistas en televisión superando a otras como One Piece, Naruto y Bleach.
Lista de Volúmenes [editar]
Artículo principal: Anexo:Volúmenes de Detective Conan
Banda Sonora [editar]
Artículo principal: Detective Conan (banda sonora)
Curiosidades [editar]

La serie está plagada de referencias a famosas novelas de misterio, así como a sus autores y personajes, y muy en especial a la obra de Arthur Conan Doyle, aunque también existen referencias a otras series del propio Gosho Aoyama. Algunas son las siguientes:

* El propio nombre de Conan hace referencia a dos grandes autores de novelas de misterio: el británico Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, y Ranpo Edogawa.
* Los personajes de la serie residen en el distrito ficticio de Beika. Este nombre procede de Baker Street, famosa calle londinense, existente en la vida real, en la que vivía Sherlock Holmes.
* El río que atraviesa el distrito de Beika se llama Teinsu, adaptación del nombre inglés del río Támesis, Thames.
* La cafetería que hay justo bajo el despacho de Kogoro Mouri se llama "Hercules Poirot", referencia al detective belga creado por Agatha Christie.
* En el segundo opening de la serie puede verse a Conan y a Shinichi vestidos con las ropas de Sherlock Holmes, y en el primer ending de la serie aparece así la Liga Juvenil de Detectives al completo.
* El disfraz de Kaito Kid es exactamente igual que la ropa del personaje de Moriarty del anime Sherlock Hound y la de Arsène Lupin.
* Los personajes de Shinichi y Ran están respectivamente basados en Kaito Kuroba (Kaito Kid) y Aoko Nakamori, y de hecho comparten los mismos actores de voz: Yamaguchi Kappei ellos, y Yamazaki Wakana ellas.
* Huyendo tras un robo, Kaito Kid va a parar por accidente al jardín de una casa en el que se enfrenta a otro personaje creado por Gosho Aoyama: Yaiba.
* La pistola de Kaito Kid siempre dispara el mismo tipo de naipes: el as de picas, pero en la película en la que Kaito se disfraza de Shinichi, se logran observar otros tipos de cartas.

Videojuegos [editar]

Detective Conan, debido a su éxito, ha contado gran cantidad de videojuegos, principalmente en consolas portátiles, pero también en alguna de sobremesa como Playstation 2 y Wii.

En marzo de 2009 se lanzó el videojuego de Detective Conan, llamado "La investigación de Mirapolis", para la consola de Nintendo Wii principalmente en Japón, Estados Unidos y España.
Versiones y adaptaciones [editar]
Emisión internacional [editar]

La serie debutó en 1996 en la señal de televisión Yomiuri TV para Japón, y continúa transmitiéndose hoy en día. Su éxito le garantizó su emisión en diversas regiones del mundo, traduciéndose a diversos idiomas.

En Hispanoamérica se emitió en varios canales de señal abierta como La Red (Chile), Chilevision (Chile), TV Azteca (México), Frecuencia Latina (Perú), RCN (Colombia), además por señales de cable como ETC TV (Chile) y Magic Kids (Argentina). El doblaje al español neutro fue realizado en Los Angeles, California, consistiendo de dos temporadas de 65 episodios cada, en total 130 que corresponden a los primeros 123 episodios producidos originalmente en Japón. La versión latinoamericana cambió los nombres de los personajes y mantuvo el primer opening doblado durante todos los episodios.

En España la serie se emitió por cable en Cartoon Network y en Animax, también por cable y por señal abierta en Canal sur 2, K3, Castilla la Mancha Televisión, TVG y Canal Extremadura. En España se mantuvieron los nombres originales de los personajes, así como los openings y endings japoneses, salvo en Galicia, que fueron doblados al gallego.

Recientemente se convocó a una nueva recolección de firmas por orden de la propia TMS (empresa dueña de Detective Conan en Japón) en pos de traer las películas de Detective Conan dobladas al español para Hispanoamérica, y posteriormente la serie.
Seiyu / Voces [editar]
Personaje Voz Japonesa

Bandera de Japón
Voz Latina (Angelina)

Bandera de México
Voz Española

Bandera de España
Voz Catalana

Flag of Catalonia.svg
Voz Gallega

Flag of Galicia.svg
Shinichi Kudo Yamaguchi Kappei Antonio Benavidez Juan Navarro Óscar Muñoz Gaspar Somoza
Conan Edogawa Takayama Minami Marcela Bordes Diana Torres Joël Mulachs Teresa Santamaría
Ran Mouri Yamazaki Wakana Érika Araujo Esther Muñoz Repiso Núria Trifol Isabel Vallejo
Kogoro Mouri Kamiya Akira Carlos Carrillo / Juan Zadala Angel Amorós Mark Ullod/ Jordi Royo Matías Brea
Inspector Megure Cha Furin Guillermo Romano / Roberto Alexander Francisco Andrés Valdivia Ramón Canals Alfonso Valiño
Profesor Agasa Ogata Ken'Ichi Guillermo Romano Salvador Serrano Fèlix Benito Paco Barreiro
Genta Kojima Takagi Wataru Víctor Mares Jr. José Carabias Miquel Bonet Antonio Rey
Ayumi Yoshida Iwai Yukiko Ana Grinta Marta Sainz Meritxell Ané/ Berta Cortés Marián Muíño
Mitsuhiko Tsuburaya Ohtani Ikue Ivette González Gema Carballero Elisabet Bargalló Patricia de Lorenzo
Sonoko Suzuki Matsui Naoko Mercedes Espinosa Eva Lluch Nora Abad
Yusaku Kudo Tanaka Hideyuki Leopoldo Ballesteros Desconocido Luis Iglesia
Yukiko Kudo Shimamoto Sumi Ana Grinta Carmen Podio Rosa Guillén Xermana Carballido
Heiji Hattori Horikawa Ryô Humberto Amor José Maria Carrero Hernán Fernández Monti Castiñeiras
Kaitou Kid Yamaguchi Kappei Víctor Mares Jr. José María Carrero Claudi Domingo Chema Cagino
Kazuha Toyama Miyamura Yukô Marcela Bordes kamal el bahmi Isabel Valls/ Mònica Padrós Ana Ouro / Ana Lemos
Wataru Takagi Wataru Takagi Víctor Mares Jr. Alfredo Martínez David Corsellas Manolo Pombal
Miwako Sato Atsuko Yuya Mercedes Espinosa Teresa Soler Montse Davila
Eri Kisaki Gara Takashima Desconocida Desconocida Charo Pena
Ninzaburo Shiratori Kaneto Shiozawa Desconocido Josep Maria Mas César Cambeiro
Jodie Saintemillion Ichijô Miyuki Marta Sainz Teresa Manresa ¿Beatriz García?
Gin Hori Yukitoshi Alfredo Martínez Luis Grau Óscar Fernández
Vodka Tachiki Fumihiko Luis Vicente Ivars Albert Roig Coté Sansegundo / Xosé María "Tanas"
Sherry Miyano/Ai Haibara Hayashibara Megumi Silvia Sarmentera Roser Aldabó Chelo Díaz
Vermouth Koyama Mami Rosa Vivas Desconocida Desconocida
Kir Mitsushi Kotono Desconocida Desconocida Desconocida
Chianti Inoue Kikuko Daniela Suazo Desconocida Desconocida

PRIMERA PARTE GUIA POKEMON

Estarás en tu cuarto, aquí puedes encontrar tu PC, tu TV y tu NES. En la PC hay una Poción/Potion, así que sácala si te interesa. Baja las escaleras y verás a la madre de tu personaje. Sal de tu casa. Visita lo que se te antoje, pero nuestro siguiente objetivo es salir por la parte norte de la ciudad, hazlo y verás como el Profesor Oak viene a detenerte. Él te dirá que es muy peligroso anda en la hierba si un Pokémon, así que dirá lo sigas y te llevará a su laboratorio. Allí verás a su nieto, que también es tu rival. El Profesor Oak te dirá que escojas un Pokémon de la Mesa para que sea tu primer Pokémon.


Las opciones son:

-> BULBASAUR: Es Pokémon tipo Planta/Grass y Veneno y es una buena elección si eres un principiante, puesto que te será útil para los primeros gimnasios, más adelante se va inutilizando un poco, pero aún así sigue siendo útil.

-> SQUIRTLE: Es un Pokémon tipo Agua/Water, también podría clasificarse con el Pokémon intermedio te será útil para el primer gimnasio, él no es del todo malo, pero creo que más adelante podrás conseguir mejores Pokémons.

-> CHARMANDER: Es un Pokémon del tipo Fuego/Fire, él es el mejor de todos, pero te será bastante inútil al principio, pueden aprender una gran variedad de movimientos, aparte de que al alcanzar su máxima forma evolutiva del tipo Volador/Fly además del tipo fuego.


(Ahora que ya tienes un Pokémon, esa sección aparecerá en el Menú Principal) Después de hacer tu elección, tu rival también tomará un Pokémon, él escogerá el Pokémon que tenga ventaja contra el tipo del Pokémon que tú escogiste. Ahora intenta salir del laboratorio y tú rival te retará a un combate para ver quién es el mejor de los dos.

@@@@@@@@@@@@
RIVAL, 1ER ENCUENTRO
@@@@@@@@@@@@

Pokémons:
- Si elegiste a Bulbasaur:
Charmander Nv5. 69 Exp.

- Si elegiste a Squirtle:
Bulbasaur Nv5. 69 Exp.

- Si elegiste a Charmander:
Squirtle Nv5. 69 Exp.

DINERO: 80 Yenes.


Por ser tu primer combate Pokémon será muy fácil. El profesor Oak te enseñará lo básico sobre los combates Pokémon. Si tomaste la Poción/Potion que había en tu PC, úsala cuando tu Pokémon esté a punto de perder el combate. No preocupes que como ésta es tu primera batalla, si pierdes no pasará nada (excepto claro que no ganarás experiencia, ni dinero), pero mejor esfuérzate por ganar.

Una vez acabe el combate, tu rival se marchará del laboratorio. Tú también márchate. Ahora ve y sal del pueblo por la parte norte (en donde te detuvo el Profesor Oak en un principio) para llegar a la Ruta 1.



RUTA/ROUTE 1

====================
Pokémon SALVAJES:
====================
CAMINADO: Pidgey y Rattata.
PESCANDO: Ninguno.
SURFEANDO: Ninguno.
===============
ENTRENADORES
===============
Ninguno.

Aún no puedes atrapar Pokémons salvajes, pero si puedes vencerlos para que tu primer Pokémon gane algo de experiencia. Camina hacia arriba por donde te sea posible, en el camino verás a un hombre, habla con él y te dará un Poción/Potion.
Sigue avanzando hacia arriba hasta que llegues a Ciudad Verde/Viridian City.



CIUDAD VERDE/VIRIDIAN CITY

==================
Pokémon SALVAJES:
==================
CAMINADO: Ninguno.
PESCANDO: Poliwag, Poliwhirl, Magikarp, Gyarados y Goldeen.
SURFEANDO: Psyduck(Rojo Fuego/Fire Red) y Slowpoke(Verde Hoja/Leaf Green).
==============
ENTRENADORES
==============
Ninguno.

Hay muy poco que hacer aquí de momento, además no puedes salir de la ciudad porque un viejo te estorba el paso. Por ser la primera ciudad a la que llegas te diré que vayas al Centro Pokémon (la casa esa del techo rojo que tiene escrita la palabra "POKé" en la pared) habla con la enfermera para recupere a tu Pokémon. Vamos al grano, lo único importante que puedes hacer aquí por ahora es ir a la Tienda Pokémon(la casa esa de techo azul que tiene escrita en la pared la palabra "SHOP"). Al entrar, el encargado de la tienda te preguntará si eres de Pueblo Paleta/Pallet Town y te dará un Paquete para que se lo lleves al Profesor Oak. Ahora sal de la ciudad y ve de nuevo a la Ruta 1.



RUTA/ROUTE 1, 2DA VISITA

==================
Pokémon SALVAJES:
==================
CAMINADO: Pidgey y Rattata.
PESCANDO: Ninguno.
SURFEANDO: Ninguno.
==============
ENTRENADORES
==============
Ninguno.

Todo lo que tienes que hacer aquí, es ir hacia abajo para volver a Pueblo Paleta, ahora como vienes de regreso puedes saltar por los barrancos (los cosos esos, que parecen como líneas y que la primera vez no podías pasar) para evitar tener que pasar por la hierba. Sigue hasta volver a Pueblo Paleta/Pallet Town.



PUEBLO PALETA/PALLET TOWN, 2DA VISITA

==================
Pokémon SALVAJES:
==================
CAMINADO: Ninguno.
PESCANDO: Krabby, Kingler(Verde Hoja), Magikarp, Gyarados, Horsea, Seadra(Rojo
Fuego), Shellder(Rojo Fuego), Staryu(Verde Hoja), Slowpoke(Verde Hoja) y
Psyduck(Rojo Fuego).
SURFEANDO: Tentacool.
==============
ENTRENADORES
==============
Ninguno.

Una vez aquí, ve de nuevo al laboratorio del Profesor Oak y dale su Paquete.
Entonces llegará tu rival (no te preocupes, esta vez no tendrás que luchar con él) y el Profesor le dará a cada una PokéDex (Ahora la sección PokéDex aparecerá en el Menú Principal) También te dará 5 Poké Balls para que empieces a atrapar Pokémons. Sal del Laboratorio y ve a la casa de tu Rival (la que está al lado de la tuya) y habla con Dalia (la hermana de tu rival), ella te dará el Mapa/Map. Ahora regresa a Ruta 1 y sigue hasta Ciudad Verde/Viridian City de nuevo.




CIUDAD VERDE/VIRIDIAN CITY 2DA VISITA

==================
Pokémon SALVAJES:
==================
CAMINADO: Ninguno.
PESCANDO: Poliwag, Poliwhirl, Magikarp, Gyarados y Goldeen.
SURFEANDO: Psyduck(Rojo Fuego) y Slowpoke(Verde Hoja).
==============
ENTRENADORES
==============
Ninguno.

Una vez aquí ve a la Tienda Pokémon y habla con el encargado para ver lo que venden en la tienda:

POKé BALL 200 Yenes
POCIÓN 300 Yenes
ANTÍDOTO 100 Yenes
ANTIPARALIZ 200 Yenes

Compra de todo, en especial Poké Balls y Pociones. Ahora sal de aquí y recupérate en el Centro Pokémon si es necesario. Ahora ve hacia el oeste para salir de la ciudad y llegar a la Ruta 22.



RUTA/ROUTE 22

==================
Pokémon SALVAJES:
==================
CAMINADO: Mankey, Rattata y Spearow.
PESCANDO: Poliwag, Poliwhirl, Magikarp, Gyarados y Goldeen.
SURFEANDO: Psyduck(Rojo Fuego) y Slowpoke(Verde Hoja).
==============
ENTRENADORES
==============
Ninguno.

Avanza por el camino pasando por la hierba para encontrarte a tu rival, quien te retará a otro combate.

@@@@@@@@@@@@
RIVAL, 2DO ENCUENTRO
@@@@@@@@@@@@

Pokémons:
- Si elegiste a Bulbasaur:
Pidgey Nv9. 105 Exp.
Charmander Nv9. 122 Exp.

- Si elegiste a Squirtle:
Pidgey Nv9. 105 Exp.
Bulbasaur Nv9. 122 Exp.

- Si elegiste a Charmander:
Pidgey Nv9. 105 Exp.
Squirtle Nv9. 122 Exp.

DINERO: 144 Yenes.

Si aún no has capturado y entrenado a ningún Pokémon te recomiendo que evites éste combate ó probablemente te darán una paliza. Si ya has entrenado a tus Pokémons será bastante fácil. Si tienes a Bulbasaur no lo uses contra Pidgey, que además abusa mucho de Ataque Arena con lo que baja la precisión de tus Pokémons así que mejor elimínalo lo más rápido posible.


Ahora regresa a Ciudad Verde/Viridian City.

HISTORIA DEL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO

- XVI -

Por las noches, después de cenar, rezábamos el rosario, que llevaba el amo de la casa con voz becerrona; y concluida la oración al patrono bendito, permanecían en la trastienda en plácida tertulia que sólo duraba hora y media, y a la cual solía concurrir algún antiguo amigo o vecino cercano. La noche de mi inauguración no se alteró tan santa costumbre. D. Mauro, su hermana, Juan de Dios, Inés y yo, decíamos el último ora pro nobis, cuando sonó la campanilla del entresuelo y mandáronme que abriese.

-Es el vecino Lobo -dijo mi ama.

Figúrense mis lectores cuál sería mi confusión cuando al abrir la puerta encaré con la espantable fisonomía del licenciado de los espejuelos verdes que había querido prenderme cinco meses antes en el Escorial. El temor de que me conociera diome gran turbación; pero tuve la suerte de que el ilustre leguleyo no parara mientes en mi persona. No sé si he dicho que en mí se estaba verificando la trasformación propia de la edad, y que un repentino desarrollo había engrosado mi cuerpo y redondeado mi cara, donde ya me apuntaba ligero bozo. Esta -144- fue la causa de que el licenciado Lobo no me reconociera, como yo temía.

-Señores -dijo Lobo sentándose en un cajón de medias-, hoy es día de universal enhorabuena. Ya tenemos a nuestro Rey en el trono. ¿No han salido ustedes? Pues está Madrid que parece un ascua de oro. ¡Qué luminarias, qué banderas, qué gentío por esas calles de Dios!

-Nosotros no salimos a ver luminarias -contestó Requejo-, que harto tenemos que hacer en casa. Ay, Sr. de Lobo ¡qué trabajo! Aquí no hay haraganes; y se gana el pan de cada día como Dios manda.

-Loado sea Dios -añadió el leguleyo-, y vivan los hombres ricos como D. Mauro Requejo, que a fuerza de inteligencia...

-La honradez, nada más que la honradez -dijo Requejo rascándose los codos.

-¡Viva el comercio! -exclamó Lobo-; lo que es la pluma, Sr. D. Mauro, no da ni para zapatos. Ahí estoy yo hace veinte y dos años en mi placita del Consejo y Cámara de Castilla, y Dios sabe que hasta hoy no he salido de pobre. Mucho romper de zapatos para andar en las actuaciones y nada más. Lo que hay es que ahora espero que me den una de las escribanías de Cámara, que harto la merece este cuerpo que se ha de comer la tierra.

-Como Vd. ha servido al favorito...

-No... diré a Vd.; yo no me he andado en dibujos, -145- y serví al gobierno anterior con buena fe y lealtad. Pero amigo, es preciso hacer algo por este perro garbanzo que tanto cuesta. En cuanto vi que el generalísimo estaba ya en manos de la Paz y Caridad, he hecho un memorial al de Asturias, y escrito ocho cartas a D. Juan Escóiquiz para ver si me cae la escribanía de Cámara. Yo les perseguí cuando la famosa causa; pero ellos no se acuerdan de eso, y por si se acuerdan ya he redactado una retractación en forma donde digo que me obligaron a hacer aquellas actuaciones poniéndome una pistola en el pecho.

-No he visto jormiguita como el Sr. de Lobo.

-¡Y qué entusiasmado está el pueblo español con su nuevo Rey! -continuó el curial-. Da ganas de llorar, señora doña Restituta. Ahora salí a llevar a mi Angustias con las niñas a la novena del señor San José, y después que rezamos el rosario en San Felipe, fuimos a dar una vuelta por las calles. ¡Ay qué risa! Parece que están quemando la casa de Godoy, la de su madre y su hermano D. Diego, lo cual está muy retebién hecho, porque entre los tres han robado tanto que no se ve una peseta por ningún lado. Después que nos entretuvimos un poco volvimos allá; ellas se han quedado en el 13 en casa de Corchuelo, y yo me he venido aquí a charlar un poquito. Pero me había olvidado... Inesita, ¿cómo va? ¿Y Vd., Sr. D. Juan de Dios?

Inés contestó brevemente al saludo.
-146-

-Está un poco holgazana -dijo Restituta mirando con desdén a la huérfana-. Hoy no ha cosido más que camisa y media, lo cual es un asco.

-Pues me parece bastante.

-¡Ay!, Sr. de Lobo, no diga Vd. que es bastante. Mi abuela según me contaba mi madre, echaba en un día la friolera de dos camisas. Pero esta chica está acostumbrada a la holgazanería; ya se ve... su madre no hacía más que arrastrar el guarda pies por las calles, y la niñita me andaba todo el día de ceca en meca, aquí te pongo aquí te dejo.

-Pues es preciso trabajar -dijo Requejo-, porque, chiquilla, el garbanzo y el tocino y el pan y las patatas no caen del cielo, y el que viene a esta casa a sacar el vientre de mal año no se puede estar mano sobre mano. Y si no, aprendan todos de mí que me he ganado lo que tengo ochavo por ochavo, y cuando era mozo, fardo por la mañana, fardo por la noche, fardo a todas horas, y siempre tan gordo y tan guapote.

-Ella es habilidosilla -afirmó Restituta-, y sabe coser; sólo que le falta voluntad. No es ya ninguna chiquilla, que tiene sus quince años cumplidos y ya puede comprender las cosas. A su edad yo gobernaba la casa de mis padres. Verdad es que como yo había pocas, y me llamaban el lucero de Santiagomillas.

-Pues yo creo que Inesita es una muchacha que no tiene pero -declaró benévolamente Lobo-. Y tan -147- calladita, tan modesta, que no se puede menos de quererla.

-Ya le dije cuando entró aquí -continuó Restituta- que los tiempos están muy malos, que no se gana nada, que se vende poco y en lo de arriba no cae más que miseria. Ella comprenderá que nos hemos echado encima una carga muy pesada al recogerla, porque... ¡si viera Vd. Sr. de Lobo, qué miseria había en aquella casa del cura de Aranjuez, donde estaba mi sobrina! ¡Ay, partía el corazón!

-Pues es preciso que trabaje -dijo D. Mauro-. Mi sobrina es una muchacha muy buena, y ya he dicho a Vd. cuánto la quiero. Como que al fin y al cabo para ella ha de ser cuanto hay en esta casa.

-Ya le he dicho -prosiguió Restituta- que mañana tiene que lavar toda la ropa de la casa, porque ya que ella está aquí, ¿para qué se ha de gastar en lavandera? Por supuesto que no ha de dejar la costura; y si pasa mañana de las veinte varas la echaré en el pañuelo unas gotitas de agua de bergamota, de la de los frascos averiados. Lo bueno que tiene esta muchacha, Sr. de Lobo, es que nunca da malas contestaciones. Verdad que no le faltan luces y harto conoce lo que nos debe, pues ha encontrado en nosotros su santo Ángel de la guarda. ¡Ah, no puede usted figurarse la miseria que había en aquella casa del cura de Aranjuez!...

-Le conozco, sí -dijo Lobo enseñando con feroz -148- sonrisa sus dientes verdes-. Es un pobre hombre que hacía versos latinos al príncipe de la Paz. Ya se lo dirán de misas. Está probado que ese D. Celestino con su capita de hombre de bien era el confidente del favorito, y el que le llevaba la correspondencia con Napoleón, para repartirse a España.

-¡Jesús, qué iniquidad! Bien decía yo que aquel hombre tenía cara de malo.

-Pero ya le daremos cordelejo -continuó Lobo-.

-Como la parroquia de Aranjuez la pretende un primo mío, ya se la tenemos armada a D. Celestino, y entre yo y un compañero pensamos escribir ocho resmas de papel sellado para probar que el señor curita es reo de lesa nación.

Mientras esto hablaban yo hacía esfuerzos por contener mi indignación. Inés, aterrada por la verbosidad de sus tíos, no se atrevía a decir una palabra. Lo mismo hacía Juan de Dios; pero por un fenómeno singular, las facciones heladas y quietas del mancebo, indicaban aquella noche que lo que oía no le era indiferente.

-Así lo haremos -contestó Lobo frotándose las manos-. ¿Pero qué hace ahí tan callado el señor don Juan de Dios? ¡Ay, Restituta, qué marido tan mudo va Vd. a tener! Y lo que es por palabra de más o por palabra de menos no armarán Vds. camorra. ¿Y para cuándo dejan Vds. la boda? Animarse señores, y anímese Vd. también, Sr. D. Mauro de mis entrañas, -149- porque mire Vd. que la niñita lo merece. Nada: el mes que entra a la vicaría. Restituta con mi señor Juan, y Vd. con su querida sobrinita Inés, que si no me engaño, le ha rezado ya algún padre nuestro a San Antonio para que esto se realice.

Todas las miradas se dirigieron hacia Inés. Don Mauro estiró los brazos en cruz, luego cerrando los puños, levantolos hacia arriba como si quisiera coger el techo, descoyuntose las quijadas, cayeron luego ambas manos sobre la mesa con estruendosa pesadez, y habló así:

-Yo se lo he dicho ya, y por cierto que la niñita no tuvo a bien contestarme.

-¿Pues qué quiere decir el silencio en esos casos? ¿Cómo quiere Vd. que una niña bien criada diga: «Me quiero casar, sí señor, venga marido»? Al contrario, es ley que hasta el último momento hagan mil ascos al matrimonio, diciendo que les da vergüenza.

-Ya te dije, hermano -indicó doña Restituta-, que aunque ese es el destino de la muchacha, si se porta bien y trabaja, no conviene tratar todavía de tal asunto. Ya sabes lo que son las muchachas, y si les entra el entusiasmo y el aquel del casorio, no hay quien las aguante. Ella bien sé yo que se chupará los dedos; pero haces mal en manifestarle tan pronto tu generosidad, porque puede echarse a perder, pensando todos los días en el amorcito, en la palabrilla, -150- en el regalito. ¡Ah, bien sabe ella lo que se hace, la picarona! Bien sabe que un hombre como tú no lo catan las muchachas de Madrid todos los días.

-¿Y por qué no he de decírselo desde luego? -contestó Requejo riendo, es decir, moviendo la tecla de la risa en su brutal organismo-. Mi sobrina me gusta; y aunque conocemos todos a una porción de señoras muy principales que me pretenden y se beben los cuatro vientos por mí, yo dije: «Vale más que todo se quede en casa». ¿Por qué no se le ha de decir de una vez que quiero casarme con ella? Bien sé que del alegrón se estará ocho noches sin dormir y se trastornará toda, y no dará una puntada; y si fuera por ella, mañana mismo... pero váyase lo uno por lo otro. Pues digo: ¡si ella viera el collar y los pendientes de oro que tengo apalabrados con el platero del arco de Manguiteros...!

-Dale... dale... -dijo Restituta-. ¿A qué viene hablar de esas cosas? ¿A qué sacar de quicio a la muchacha, trastornándole el seso? Nada: no hay collar ni pendientes. ¿Ni cómo quieres que la niña lave la ropa ni cosa las camisas, cuando le dicen que va a ser, como si dijéramos, princesa?

-Nada, nada... yo la quiero y la estimo -afirmó Requejo-. ¿Por qué la hemos de privar de ese gusto? Que lo sepa... y digo más, señora hermana; y es que, aunque a mí no me gusta la holgazanería, porque ya ven Vds., yo desde la edad de catorce años... -151- quiero decir, que aunque no me gusta la holgazanería, lo que es por estos días y de aquí a que nos casemos, si Inés quiere trabajar que trabaje, y si no que no trabaje.

D. Mauro volvió a reír, y alargando el brazo hacia Inés le tocó la barba. Estremeciose la muchacha como al contacto de un animal asqueroso, y rechazó bruscamente la caricia de su impertinente tío.

-¿Qué es eso, niña? ¿Qué modales son esos? -dijo D. Mauro frunciendo el ceño-. Después que me caso contigo...

-¿Conmigo? -exclamó la huérfana sin poder disimular su horror.

-Contigo, sí.

-Déjala, Mauro; ya sabes que es un poco mal criada. Niña, no se contesta de ese modo.

-¿Pues no tiene también su orgullo la pazpuerca?

-Yo no me caso con Vd., yo no quiero casarme -dijo enérgicamente Inés recobrando su aplomo, una vez dicha la primera palabra.

-¿Que no? -preguntó Restituta con un chillido de rabia-. Pues, indinota, mocosa, ¿cuándo has podido tú soñar con tener semejante marido, un Mauro Requejo, un hombre como mi hermano? ¡Y eso después que te hemos sacado de la miseria!...

-A mí me han sacado Vds. del bienestar y de la felicidad para traerme a esta miseria, a esta mortificación -152- en que vivo -dijo la huérfana llorando-. Pero mi tío vendrá por mí, y me marcharé para no volver aquí ni verles más. ¡Casarme yo con semejante hombre! Prefiero la muerte.

¡Oh!, al oírla me la hubiera comido. Inés estaba sublime. Yo lloraba.

Cuando los Requejos oyeron en boca de su víctima tan absoluta negativa, se encendió de un modo espantoso la ira de sus protervas almas. Restituta se quedó lívida, y levantose D. Mauro balbuciendo palabrotas soeces.

-¿Cómo es eso? ¡Venir a comer mi pan, venir aquí a lavarse la sarna, venir aquí después de haber andado por los caminos pidiendo limosna... y portarse de esa manera!... ¿Pero eres tú una Requejo, o de qué endiablada casta eres?... Cuidado con la señorita Panza en trote. Niñita, ¿sabes tú quién soy yo? ¿Sabes que tengo cinco dedos en la mano... sabes que me llamo Mauro Requejo... sabes que de mí no se ríe ninguna piojosa... sabes que a mí no me pican pulgas de tu laya?... Tengamos la fiesta en paz... y ten por sabido que has de hacer lo que yo mando, y nada más.

Diciendo esto, agarró con su mano de hierro el brazo de la muchacha y la sacudió con mucha fuerza. Quiso poner más alto aún el principio de autoridad, y lanzó a Inés contra la pared, avanzando sobre ella en actitud rabiosa. Cuando tal vi pareciome -153- que se me nublaban los ojos, y sentí saltar mi sangre toda del corazón a la cabeza. Yo estaba en pie junto a la mesa, y al alcance de mi mano había un cuchillo de punta afilada. El lector comprenderá aquella situación terrible, y no es posible que vitupere mi conducta, si es que tales hechos, hijos de la ciega cólera y la impremeditación, pueden llamarse conducta. ¿Quién al ver una huérfana inocente e indefensa, maltratada por el más necio y soez de los hombres, hubiera podido permanecer en calma? Durante aquella escena de un segundo, alargué la mano hasta tocar la empuñadura del cuchillo, y con rápida mirada observé el cuerpo deforme de D. Mauro Requejo; pero afortunadamente para mí y para todos, este, sin duda aterrado ante la debilidad de la víctima, se contuvo, y no se atrevió a tocarla. En un movimiento insignificante, en un paso atrás, en una mirada, en una idea que pasa y huye estriba la perdición de personas honradas, y un grano de arena hace tropezar nuestro pie, precipitándonos en el abismo del crimen. Por aquella vez Dios apartó del camino de mi vida el cadalso o el presidio.

El licenciado Lobo y el mancebo contribuyeron a calmar la enconada soberbia de su amigo. En el semblante del segundo noté una alteración vivísima, y su piel amarilla se encendió con inusitado enrojecimiento, que yo no sabía si atribuir a la indignación o a la vergüenza.
-154-

Doña Restituta, queriendo poner fin a una escena que no podía tener buenas consecuencias, cortó la cuestión, diciendo:

-No te acalores, hermano. Yo la haré entrar en razón. Ya sabes que es un poco mal criada. Vamos arriba, niña, y ajustaremos cuentas.

Esta fue la orden de retirada. Juan de Dios salió de la tienda para irse a su casa, y doña Restituta e Inés subieron seguidas por mí, pues también se me dio la orden de que me acostara. Entraron las dos mujeres en su cuarto y yo en el mío; mas no pudiendo dominar mi inquietud, y recelando que en el dormitorio vecino se repetiría entre tía y sobrina la violenta escena de la trastienda, luego que pasó un rato, salí muy quedamente de mi escondrijo, y desliceme por el pasillo, conteniendo la respiración para que no ser sentido. Puesto cerca de la puerta del dormitorio, sentí la voz de doña Restituta que decía: «No llores, duérmete. Mi hermano es una persona muy amable; sólo que de pronto... Si él te quiere mucho, niñita...». Esta afabilidad de la culebra me sorprendió; mas al punto comprendí que debía ser puro artificio.

También llegaban confusamente a mí las voces de D. Mauro y de Lobo, que habían quedado en la trastienda. Avancé un poco más hasta llegar a la escalera, y echándome en tierra apliqué el oído.

-Cuando yo le doy a Vd. mi palabra de que es -155- así -decía el leguleyo-, Inesita fue abandonada y recogida por doña Juana. Su madre, que es una de las principales señoras de la corte, desea encontrarla y protegerla. Yo poseo los papeles con que se puede identificar la personalidad de la muchacha. De modo que si Vd. se casa con ella... Amiguito, la señora condesa tiene los mejores olivares de Jaén, las mejores yeguadas de Córdoba, los mejores prados del Jarama, y más de treinta mil fanegadas de pan en tierra de Olmedo y de D. Benito, sin herederos directos que se lo disputen a esa barbilinda que hace poco estaba haciendo pucheros aquí mismo.

-Pero ya Vd. la ha visto -dijo D. Mauro midiendo con grandes zancadas el piso de la trastienda-. La muchacha es un puerco-espín. Le hago una caricia y me da una manotada; le digo que la quiero y me escupe la cara.

-Amigo D. Mauro -repuso el licenciado-, el sistema que Vds. siguen no es el más a propósito para hacerse querer de la niña. Vds. debían traerla en palmitas, y la están maltratando haciéndola trabajar hasta que reviente. ¿A quién se le ocurre que una princesita como esta friegue los platos y lave la ropa? Por este camino aborrecerá a mi señor don Mauro como si fuera el demonio.

-Pues me parece -dijo mi amo dándose un golpe en la majestuosa cerviz-, que el señor licenciado tiene muchísima razón. Eso mismo dije yo a mi -156- hermana; pero como Restituta es tan ambiciosa, que se dejaría desollar por un ochavo, ha dado en sacarle el cuero a la muchacha. ¿No somos ricos Sr. Lobo? Pues si somos ricos ¿a qué viene el descajillarse por un maravedí? Pero con mi hermana no hay quien pueda. ¿Le parece a Vd.? Aquí vivimos como en el hospicio: mi padre se llama hogaza y yo me muero de hambre, como dijo el otro. Pues digo que ha de ser lo que yo mando, y mi hermana que se case con Juan de Dios y se lleve lo suyo... Y nada más. Inesita no trabajará más, porque si se me muere...

-Además -dijo Lobo-; procure Vd. ser amable con ella. Cuide algo más de lo exterior, y no se le presente con esa facha de mozo de cordel, porque las niñas son niñas, Sr. D. Mauro, y no se entra en el templo del amor sino por la puerta del buen parecer.

-Eso está muy bien parlado. Si fuera por mí... Yo quiero vestirme bien, pero esa langostilla de Restituta no me deja, y dice que no me he de poner el traje bonito más que el día de San Corpus Christi. Nada, nada; aquí mando yo; me pondré guapote, porque yo... a Dios gracias, no soy de esos que necesitan afeites y menjurjes para parecer bien, y cuanto me cae encima está que ni pintado. Trataré a Inesita como ella se merece, y Dios por delante. Antes de un mes la llevo a la parroquia.
-157-

-Ese es el mejor sistema, Sr. D. Mauro. Con las amenazas, con el encierro, con las privaciones, con el trabajo excesivo no conseguirán Vds. sino que la muchacha les odie, y se enamorisque del primer pelafustán que pase por la calle.

Así hablaron el comerciante y el leguleyo. Despidiéronse después, y el segundo salió a la calle por la tienda. Retireme a toda prisa; pero aunque no hice ruido, doña Restituta, con su sutilísimo órgano auditivo debió sentir no sé si mi aliento o el ligero rumor de un ladrillo roto que se movió bajo mis pisadas. Esto produjo cierta alarma en su vigilante espíritu, y saliendo al encuentro de su hermano que subía, le dijo:

-Me parece que he sentido ruido. ¿Tendremos ladroncitos? Anoche hicieron un robo en la calle Imperial, metiéndose por los tejados.

Registraron toda la casa, mientras yo, metido entre mis sábanas, fingía dormir como un talego. Al fin convencidos de que no había ladrones se acostaron. Mucho más tarde advertí que doña Restituta registraba la casa segunda vez, hasta que todo quedó en silencio. Cerca ya de la madrugada oí ruido de monedas. Era doña Restituta contando su dinero. Después la sentí salir de su cuarto, bajar a la trastienda y de allí al sótano, donde estuvo más de una hora.


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- XVII -

Al siguiente día D. Mauro se desvivió obsequiando a su sobrina; pero tan ramplonamente lo hacía, que cada una de sus finezas era una gansada y cada movimiento una coz.

-Restituta -decía- no quiero que trabaje la muchacha. ¿Óyeslo, hermana? Inés es mi sobrinita, y todo es para ella. Si hace falta coser, aquí tengo yo mi dinero para pagar costureras. Sácame el vestido nuevo, que me lo quiero poner todos los días, y quiero estar en la tienda con él... y no me pongas más olla con cabezas de carnero, sino que quiero carne de vaca para mí y para este angelito de mi sobrina... y lo que es el collar que tengo apalabrado lo compro hoy mismo... y aquí no manda nadie más que yo... y voy a traer un fortepiano para que Inés aprenda a tocar... y la voy a llevar en coche a la Florida... y si entra mañana el nuevo Rey, como dicen, hemos de ir todos a verle, y yo con mi vestido nuevo y mi sobrinita agarrada del brazo ¿no verdá, prenda?

Restituta quiso protestar contra estos despilfarros, pero amoscose su hermano, y no hubo más remedio que obedecer, aunque a regañadientes. Merced a la enérgica resolución del amo de la casa, viose -159- la trastienda honrada con inusitados y allí nunca vistos platos, aunque doña Restituta, firme en su adhesión al antiguo régimen, no probó de ninguno.

-Hermana -le decía D. Mauro-, ya estoy de miserias hasta aquí. Nada, no más trabajar. ¿Ves esta gallina, Inesilla? Pues te la tienes que comer toda sin dejar ni una tripa, que para eso la he comprado con mi dinero. Y aquí te tengo un guardapiés de raso verde con eses de terciopelo amarillo que te has de poner mañana si vamos a ver entrar al Rey... Y también te pondrás unos zapatos azules y unas mediecitas encarnadas con rayas negras, y también le tengo echado el ojo a una escofieta que lo menos tiene catorce varas de cinta de varios colores... Conque a ponerse guapa... porque lo mando yo.

-Buenas cosas le estás enseñando a la niña -dijo doña Restituta dirigiendo oblicuamente los ojos a las prendas indicadas, que acababan de traer a la tienda.

En efecto, señores, la generosidad de D. Mauro era tan bestial como su tacañería y salvajismo; así es que su empeño en que Inés se vistiera con tan chabacano y ridículo traje, fue uno de los mayores tormentos que padeció la huérfana durante su encierro.

-Esta tarde -continuó el tío- voy a traer dos ciegos para que toquen, y puedas bailar cuanto quieras, -160- Inesilla. Yo quiero que bailes lo menos tres horas seguidas, y así has de hacerlo, porque yo lo mando... y aquellos pendientes de a cuarta que están arriba, y son nuestros, porque no han venido a desempeñarlos, te los pondrás en tus lindas orejitas.

-Sí, para ella estaban -dijo con avinagrado gesto Restituta-. ¡Dos pendientes de filigrana de oro, largos como badajos de campana, y que pertenecieron a una camarista de la reina doña Isabel de Farnesio! Hermano, tengamos la fiesta en paz.

-Aquí no manda nadie más que yo -manifestó Requejo haciendo retemblar de un puñetazo el cajón que servía de mesa.

Como es de suponer, Inés se resistió a ponerse los vestidos de sainete comprados por D. Mauro, lo cual puso de mal humor al buen comerciante, quien no tuvo sosiego durante todo aquel día, y se quitó y puso repetidas veces el traje nuevo, jurando que en su casa nadie mandaba más que él.

Al lector habrá sorprendido una circunstancia, y es que en tres días que llevaba yo de permanencia en la funesta casa, no pudiese ni una vez tan sólo hablar con Inés. La suspicacia del ama era tan atroz y tan previsora, que siempre que bajaba del entresuelo a la trastienda, como no fuera en la hora tristísima de la comida, la dejaba encerrada, guardando la llave en su profundo bolsillo. Esto me desesperaba, quitándome toda esperanza de salvar a la -161- pobre huérfana, hasta que un día, resuelto a comunicarme con ella, aceché la ocasión en que doña Restituta estaba desplumando a unos infelices en el despacho de los préstamos, y acercándome a la puerta del encierro, la llamé muy quedamente. Sentí el roce de su vestido, y su voz me preguntó:

-Gabriel, ¿eres tú?

-Sí, Inesilla de mi corazón. Hablemos un poquito, pero no alces la voz. Haré mucho ruido con la escoba para que no nos oigan.

-¿Cómo has venido aquí? Di, Gabrielillo, ¿me sacarás tú?

-Reina, aunque aquí hubiera cien mil Requejos y ochocientas mil Restitutas, te sacaría. No llores ni te apures. Pero di, picarona, ¿me quieres ahora menos que antes?

-No, Gabriel -me contestó-. Te quiero más, mucho más.

Hice mucho ruido, y di mil besos a la puerta.

-Toca con tus dedos en la puerta para que yo te sienta.

Inés dio algunos golpecitos en la madera, y después me interrogó:

-¿Tardarás mucho en sacarme? Escribe a mi tío para que venga por mí.

-Tu tío no conseguiría nada de estos cafres. Espera y confía en mí. Chiquilla, hazme el favor de besar la puerta.
-162-

Inés besó la puerta.

-Yo te sacaré de esta casa, prenda mía, o no soy Gabriel -le dije-. Haz por no disgustarles. Si te quieren sacar de paseo no te resistas. ¿Oyes bien? Déjame a mí lo demás. Adiós, que viene la culebra.

-Adiós, Gabriel. Estoy contenta.

Ambos besamos la barrera que nos separaba, y el diálogo acabó, porque consumado en el despacho de los préstamos el asesinato pecuniario, salieron las víctimas, y tras ellas, doña Restituta, radiante de ferocidad avariciosa. En su cara se conocía que había hecho un buen negocio.



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- XVIII -

Aquella noche vino a la tertulia de la trastienda, además del Sr. de Lobo, doña Ambrosia de los Linos, tendera de la calle del Príncipe, a quien mis lectores, si no me engaño, tienen el honor de conocer, pues algo me parece que figuró en los sucesos que conté anteriormente. Su difunto esposo había sido compañero de D. Mauro en el cargamento y arrastre de fardos y mercancías, y desde entonces entre ambas familias quedó establecida cordial amistad. Reconociome doña Ambrosia, mas no dijo nada -163- que pudiese desfavorecerme en el concepto de mis nuevos amos, y cuando se hubo sentado, operación no muy fácil, dados su volumen y la estrechez de los asientos, soltó la sin hueso en estos términos:

-¿Cómo es eso Restituta, cómo es eso D. Mauro, con que no han ido Vds. a ver la entrada de los franceses? Pues hijos, les aseguro que era cosa de ver. ¡Qué majos son, válgame el santo Ángel de la Guarda!... ¡Pues digo, si da gloria ver tan buenos mozos... y son tantos que parece que no caben en Madrid! Si viera Vd., D. Mauro, unos que andan vestidos al modo de moros, con calzones como los maragatos, pero hasta el tobillo, y unos turbantes en la cabeza con un plumacho muy largo. Si vieras, Restituta, qué bigotazos, qué sables, qué morriones peludos, y qué entorchados y cruces! Te digo que se me cae la baba... Pues a esos de los turbantes creo que los llaman los zamacucos. También vienen unos que son, según me dijo D. Lino Paniagua, los tragones de la guardia imperial, y llevan unas corazas como espejos. Detrás de todos venía el general que los manda, y dicen está casado con la hermana de Napoleón... es ese que llaman el gran duque de Murraz o no sé qué. Es el mozo más guapo que he visto; y cómo se sonreía el picarón mirando a los balcones de la calle de Fuencarral. Yo estaba en casa de las primas, y creo que se fijó en mí. ¡Ay hija, qué ojazos! Me puse más encarnada... Por ahí andan pidiendo alojamiento. -164- A mí no me ha tocado ninguno y lo siento: porque la verdad, hija, esos señores me gustan.

-Gracias a Dios que tenemos rey -dijo D. Mauro-. Y Vd., doña Ambrosia, ¿ha vendido mucho estos días? Porque lo que es de aquí no ha salido ni una hilacha.

-En mi casa ni un botón -contestó la tendera-. ¡Ay, hijito mío! Ahora, cuando ese saladísimo rey que tenemos arregle las cosas, hay esperanzas de hacer algo. ¡Qué tiempos, Restituta, qué tiempos! Pero no saben Vds. lo mejor, ¿no saben Vds. la gran noticia?

-¿Qué?

-Que mañana hará su entrada triunfal en Madrid el nuevo rey de España, Sr. D. Fernando el Sétimo.

-Ya lo sabe hoy todo Madrid.

-Pues no nos quedaremos sin ir a verle; óyelo tú, Restituta, óyelo tú, Inés -dijo Requejo- mañana no se trabaja.

-Yo, primero me aspan que dejar de ir a verlo -afirmó doña Ambrosia-. Los primos han salido esta noche al camino de Aranjuez para esperarle. ¡Ay qué alegría, Sr. D. Mauro! ¡Si viviera mi esposo para verlo! Él que me decía: «mientras duren este rey y esta reina de tres al cuarto, no tendremos un gobierno ilustrado». Mañana va a ser un día de alegría. Yo tengo un balcón en la calle de Alcalá, y ya hemos encargado al valenciano media decena de ramos de -165- flores para apedrear a S. M. cuando pase.

-Nada, lo dicho, dicho -exclamó D. Mauro-, si esta no quiere ir que se quede en la tienda. Inés me coserá la manga del casaquín que se me rompió ayer cuando me lo quité... Veremos qué tal sabe hacer Gabriel el coleto... Por supuesto, Inesilla, si quieres coger uno de esos frascos de agua de clavel que tienes a mano derecha, puedes hacerlo. Todo es para ti.

Así siguió la conversación sin ningún incidente notable en lo sucesivo, por lo cual la omito, pues supongo al lector poco interesado en conocer la historia de la enfermedad que padeció el esposo de doña Ambrosia, trágico acontecimiento que ella refirió. Los únicos personajes siempre mudos en aquellas tertulias, además de un servidor de ustedes, eran Inés y el Sr. Juan de Dios, este último por ser hombre de pocas palabras, como he dicho.

Llegó el día 24 de marzo, y la cabeza de D. Mauro peinada por mí, salió a competir con el sol en brillo y hermosura. Doña Restituta, que no pudo resistir a las súplicas de su hermano, frotose con una toalla el apergaminado forro de su cara hasta sacarse lustre, y después se puso el mismo clásico traje con que por primera vez se presentó a mis ojos en Aranjuez. Por más que D. Mauro atronó la casa, no pudo conseguir que Inés se disfrazara con el guardapiés verde, las medias encarnadas, las azules botas y -166- la escofieta, que su vanidoso tío compró para adornar dignamente a la que consideraba como futura esposa. Negose la muchacha ser objeto de una fiesta pública, y al fin para decidirla a salir, la permitieron vestirse con su ropa de luto. Luego que los tres estuvieron apercibidos, encargaron a Juan de Dios el cuidado de la casa, y don Mauro me dijo gravemente:

-Gabriel, hoy es día de descanso. Vente con nosotros: con eso me enderezarás el rabo del coleto si se me tuerce, y me ayudarás a ponerme los guantes cuando pase S. M., pues hasta ese momento no quiero meter mis manos en tal Inquisición. ¿Qué te parece? ¿Voy bien? Tira de ese faldón que está arrugado. Mira, chiquillo, haz el favor de meter bonitamente tu mano por entre la casaca y la chupa hacia la espalda, y rascarme en esa paletilla derecha, que no parece sino que se ha juntado ahí un regimiento de pulgas... Así... así... basta ya.

Dicho esto, y rascado el asno, tomé mi gorra y salimos. ¡Ay Dios mío, cómo estaba esa Puerta del Sol, y esa calle Mayor y esa calle de Alcalá! Mis lectores, cualquiera que sea su edad, habrán visto alguna de las solemnes entradas con que nos obsequia cada pocos años la historia contemporánea, de modo que para hacerles formar una idea de aquel gentío, de aquella algazara y de aquel júbilo, me bastará decirles que lo del 24 de Marzo de 1808, no se diferenció -167- de lo visto en años posteriores, sino en la exageración del delirio.

De los balcones de las casas nobles pendían las ricas colgaduras de damasco con su ancho escudo y brillantes flecos, prendas vinculadas que hasta hace poco han lucido, ya marchitas y mermadas como el patrimonio de sus dueños, en alguna fiesta del Corpus. Las demás casas se engalanaban con lo que el entusiasmo de sus inquilinos había encontrado a mano, siendo considerable la cantidad de piezas de musolineta que un pueblo loco lanzó al aire de balcón a balcón en aquel memorable día. La multitud infinita de abanicos con que resguardaban del sol su cara los millares de damas asomadas a los balcones, ofrecía un aspecto sorprendente, y cuando la vista recorría panorama tan encantador, causábale cierto desvanecimiento el incesante ondular de los que se movían dando aire a sus dueñas. Aquel parlante dije español en tan inmenso número reproducido, presentando alternativamente al sol una de sus caras, ya blanca, ya azul, ya roja, y adornado con lentejuelas de plata y oro, remedaba el aleteo de millares de pájaros pugnando por levantar el vuelo. Era un día de Marzo de esos que parecen días de Junio, privilegio de la corte de las Españas, que suele abrasarse en Febrero y helarse en Mayo. La naturaleza sonreía como la nación.

El abigarrado gentío que poblaba las calles se -168- componía de todas las clases de la sociedad, abundando principalmente la manolería y chispería, hombres y mujeres, viejos y muchachos. Los ancianos inválidos y gotosos habían dejado el lecho, y sostenidos por sus nietos abríanse paso. Las viejas santurronas que durante tantos años olvidaran todo camino que no fuera el de sus casas a la cercana iglesia, acudían también llevadas de la devoción al nuevo Rey, y felicitándose unas a otras aturdían a los demás con el cotorreo de sus bocas sin dientes. Los niños no habían asistido a la escuela, ni los jornaleros al trabajo, ni los frailes al coro, ni los empleados a la covachuela, ni los mendigos a las puertas de las iglesias, ni las cigarreras a la fábrica, ni los profesores de las Vistillas dieron clase, ni hubo tertulia en las boticas, ni meriendas en la pradera del Corregidor, ni jaleo en el Rastro, ni colisión de carreteros en la calle de Toledo.

La muchedumbre, obligada por su colosal corpulencia a estarse quieta, se arremolinaba y estremecía como un monstruo atado. Agrietábase a veces aquella gran masa, pero el surco abierto era invadido por la corriente: de pronto crecía la aglomeración en un punto y se aclaraba en otro. El empuje era tremendo, y el retroceso tan peligroso, que había riesgo de ser hollado por las mil patas de la bestia. El zumbido con que aquel enjambre manifestaba sus impresiones, trastornaba el cerebro más fuerte: -169- exclamaciones de alegría, diálogos entusiastas seguidos de abrazos generosos, gritos de dolor a consecuencia de los callos aplastados, o de indignación por cada sombrero que perdía su hechura, se unían a las donosidades de las majas, que arrojaban cáscaras de naranja sobre los petimetres, y a los lamentos de los mendigos haraposos y mutilados que escurriéndose entre la multitud, aun allí imploraban la caridad enseñando una pierna leprosa o una mano deforme.

Nosotros tuvimos que quedarnos en la Puerta del Sol. Una de las oscilaciones del gentío nos llevó hacia la acera que hoy une las calles de Espoz y Mina y Carretas; otra oscilación nos arrastró hacia la Inclusa, que estaba entre las calles del Carmen y de Preciados; y por último, un nuevo sacudimiento, haciéndonos pasar por ante Mariblanca, nos encaminó hacia el Buen Suceso, a cuya verja nos agarramos D. Mauro y yo, para no ser nuevamente arrastrados a merced de aquel oleaje. Yo me alegraba de que esto sucediera, por si en alguna evolución quedábamos Inés y yo apartados de los Requejos; pero buen cuidado tenía D. Mauro de no separarse de la muchacha, y antes le hubiera roto el brazo que soltarla; tal era la fuerza con que su mano lagartijera tenía aprisionados los olivares de Jaén y las yeguadas de Córdoba.

Situados donde he dicho, aguardamos la aparición -170- de aquel sol hespérico, de aquel iris de paz, de aquel príncipe Fernando, que este pueblo, a ser pagano, hubiera puesto en la jerarquía de sus dioses más queridos. En rededor nuestro zumbaban algunas viejas.

-¡Ay, mi señora doña Gumersinda! -decía una estantigua-. Dios y mi patrono San Serapio, ese bendito fraile de la Merced que es abogado contra los dolores de coyunturas, han querido que yo no mordiera la tierra sin ver este día.

-¡Ay, mi señora doña María Facunda! -contestaba otra-. Desde que entró en Madrid al venir de Nápoles el Sr. D. Carlos III, a quien vi desde este mismo sitio, no ha habido en Madrid una alegría semejante. ¿Pero Vd. no llora?

-¿Pues no me ve Vd., señora doña Gumersinda? Bendito sea el Señor, que nos ha permitido ver este día. Al menos se morirá una con la alegría de que España sea feliz con ese gran Rey que Dios nos ha dado. Pues pocos rosarios he rezado yo para que esto sucediera. Al fin la Virgen nos ha oído, y si nosotras no nos estuviéramos en la iglesia rogando día y noche, ya podía la nación esperar sentada su felicidad.

-¿Pero Vd. no ha visto al príncipe, señora doña María Facunda? Si es el más rozagante, el más lindo mozo que hay en toda España y sus Indias. Yo lo vi el día de la jura, y me parece que le tengo delante.
-171-

-No le he visto. Ya sabe Vd. señora doña Gumersinda, que desde que reñí con aquel oficial de walonas que me quería tanto, allá cuando echaron a los jesuitas, no he vuelto a mirar a la cara a ningún hombre.

-¡Pero oiga Vd., dicen que viene, ya está cerca!

En efecto; se oían las exclamaciones del gentío apelmazado en la calle de Alcalá, y muchos gritaban: ¡Ya viene por la Cibeles! ¡Ya viene por el Carmen Descalzo! ¡Ya viene por las Baronesas! ¡Ya viene por los Cartujos!

Una voz conocida me hizo volver la cara. Pacorro Chinitas, el famoso amolador, cuyas opiniones no habrán olvidado Vds., estaba detrás de mí disputando acaloradamente con una mujer del pueblo, gruesa, garbosa, de ojos vivos, lengua expedita y expeditísimas manos.

-¡Que en todas partes has de meter camorra, condenada mujer! -decía Chinitas-. Vete callando que ya se me sube la mostaza a la nariz.

-No me da gana de callar -contestó la Primorosa, cruzándose en la cintura las puntas del pañuelo que le cubría los hombros-. ¿Pues qué, estamos en misa? Si ese señorito del tupé no se nos quita delante...

Un petimetre, que olía a jazmín, volvió la compungida cara pidiendo mil perdones a la emperatriz del Rastro.
-172-

-¡Eh, tío cata caldos! -continuó la Primorosa, tirando por los faldones al currutaco-. ¡Quítese de ahí que me estorba!

-Mujer, deja en paz a ese caballero. Mira que la armo.

-¡Sopa sin sal, endino! -exclamó la manola mostrando sus dedos cuajados de anillos con piedras falsas-. ¡Pos pa qué quiero estas cinco manos de almirez! ¡Enriten a la Primorosa y verán lo güeno! ¡Eh... señor marqués del Barrilete! -añadió dirigiéndose a D. Mauro- que me está Vd. metiendo por los ojos el rabo de su peluquín.

-Mujer -insistió Chinitas-, que donde quiera que vamos me has de avergonzar...

El petimetre se volvió hacia nosotros y dijo, infestándonos con los perfumes de su ropa:

-No se puede estar donde hay gente ordinaria.

-¿Qué es eso de gente ordinaria? -exclamó la Primorosa atropellando a los que tenía al lado para abalanzarse hacia el almibarado joven-. Ya... a mí con esas. Pero si es el Sr. D. Narciso Pluma. Eh, Nicolasa, Bastiana, Polonia; mira al Sr. de Pluma, al que la otra noche le emprestamos dos reales pa osequiar a las madasmas que llevó a tu casa... Señor marquesito de la olla vacía, menos facha y más comenencia con las señoras, porque yo soy muy reseñorona y muy requete-usía, y sé dar pa el pelo, y vivan los farolones de Madrid.
-173-

A este punto llegaba, cuando un rumor cercano indicó que el príncipe estaba cerca. La Primorosa, con las majas que la seguían, trató de atravesar el gentío dando codazos y manotadas a derecha e izquierda.

-Ea, desepártense toos, que viene el sol del mundo. A un lao, a un laíto señores. Bastiana, Nicolasa, quitaros las flores del pelo, y vengan acá, que yo se las daré al lucero de las Españas. Míralo allá, viene a caballo por la Aduana.

A fuerza de empujones la Primorosa logró, ¡cosa inaudita! despejar en torno suyo un breve espacio, donde campeaba sin obstáculo. Pero queriendo avanzar más aún, halló insuperable barrera en la persona de un majo decente, que con la capa en cuadril y el sombrero sobre la ceja, rechazaba varonilmente a cuantos intentaban adelantar hacia el centro de la carrera.

-¡Cómo! -dijo la maja con centelleante ira-. ¿Que no se pasa? ¿Y quién lo ice? Tú, Pujitos. Anda y qué güeno me sabe.

-No se pasa -dijo Pujitos, que se esforzaba en poner a la multitud en fondo, en filas, en compañías, en batallones y en brigadas-. Póngase ca una en su puesto, y no ladrar. Orden, señores... toos en fila. Primorosa, las mujeres a sus casas, y aquí denguna me levante el chillío.

-Pujitos de mi corazón -dijo la Primorosa con -174- terrible ironía, clavando ambas manos en la cintura-. Si te requiero, si he venido por verte, si aquí vengo a pedirte de rodillas que me dejes pasar, y traigo un irgumento pa tu cara de peine viejo. ¿Quieres verlo?... Pues toma.

Aún no lo había dicho, cuando rápida, fuerte y destructora como un ariete romano, la mano derecha de la maja voló en dirección de la cara de Pujitos, y el carrillo de este resonó con tremendo chasquido. Una risotada general fue el himno con que los circunstantes celebraron la desgracia de Pujitos, el cual, vacilando primero, y desplomado después, fue a caer sobre un fraile, rompiéndole la escofieta a doña María Facunda, y la escusabaraja a doña Gumersinda. La multitud hizo un movimiento: el oleaje corrió de un lado a otro, y Pujitos desapareció ante nuestra vista como un cuerpo que cae al mar.

La causa de aquel movimiento de la muchedumbre fue una nueva irrupción de carne humana en aquel recinto estrecho donde ya había tanta. Un destacamento de la guardia Imperial, con Murat a la cabeza, apareció por la calle del Arenal. Figuraos un pie que se empeña en entrar en una bota donde ya hay otro pie. El gran duque de Berg, petulante y vanidoso, se obstinó en presentarse con sus tropas en la carrera por donde había de pasar el Rey, lo cual no tenía nada de culpable; pero lo hizo tan inoportunamente, y sus mamelucos y dragones vejaron de tal -175- modo al pueblo madrileño, que algunos historiadores hacen datar desde aquella hora la general antipatía de que los franceses fueron objeto. La multitud es un río, cuyo nivel no puede subir cuando recibe el caudal de otro río, y tiene que acomodarse juntando carne con carne y hueso con hueso, hasta que desaparece la personalidad humana en el informe conjunto. Esto pasó cuando los franceses penetraron en la estrecha plaza, y una tempestad de silbidos, reconvenciones e insultos fue la primera manifestación del pueblo español contra los invasores. Entre tanto el desconcierto crecía, la sofocación iba en aumento. D. Mauro bramó como un toro, doña Restituta lanzó un gemido desde el fondo de su angosto pecho... pero la multitud olvidó sus penas, porque ya estaba cerca, ya venía, ya le veíamos en su caballo blanco, que apenas podía dar un paso; ya embocaba en la Puerta del Sol, ya se agitaban los abanicos; llovían ramos de flores; alzábase de la superficie de aquel inquieto mar un rumor espantoso, cruzaban el aire como pájaros desbandados millares de gorras, y los brazos convulsos sobresalían de las cabezas descubiertas; los pañuelos no eran bastante expresivos, y las capas eran desplegadas como banderas de triunfo.

Entonces la masa de gente que estaba en torno mío avanzó con irresistible empuje. D. Mauro y Restituta clavaron las uñas en las mangas del vestido -176- de Inés, que se les escapaba; pero un jirón de tela se quedó en sus manos e Inés en mis brazos. Miré a la derecha, y vi entre una aglomeración de cabezas el coleto de D. Mauro y el moño de doña Restituta, que huían llevados como despojos de naufragio sobre la espuma de aquel mar alborotado. Estábamos solos.

Inés y yo nos abrazamos y el gentío comprimiéndose después, estrechaba a Inés contra mí, como si de nuestros dos cuerpos hubiera querido hacer uno solo.



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- XIX -

-Estamos solos, Inés -le dije-. Ahora podremos hablarnos y vernos.

En efecto, estábamos solos. Yo no veía ni Rey ni pueblo, ni guardia Imperial, ni balcones, ni quitasoles, ni abanicos, ni capas, ni gorras, ni flores, ni nada: yo no veía más que a Inés, e Inés no veía más que a mí. Aprisionados entre un pueblo inmenso, nos creíamos en un desierto. Olvidamos que existía un Rey recién coronado, y una nación alegre, y una ciudad feliz, y una multitud ebria, y no pensamos más que en nosotros mismos. No oíamos nada: el clamor de la gente, los vivas, los mueras, las felicitaciones, -177- aquella borrachera de entusiasmo no producía en nuestros oídos más impresión que el vuelo de un insignificante insecto.

-Gracias a Dios que nos han dejado solos -dijo Inés estrechándose más contra mí.

-¡Inés de mi corazón! -dije yo-, cuánto deseaba hablarte. ¡Cuántas cosas tengo que decirte! Tus tíos se han ido y no volverán, y si vuelven no estaremos aquí. Somos libres; oye lo que voy a decirte. Estamos fuera de esa maldita casa, Inés mía, y serás feliz y rica y poderosa y tendrás todo lo que es tuyo.

-Yo no tengo nada -me contestó.

-Sí: tú no sabes un cuento que yo te voy a contar, un cuento que sé y que me hace feliz y desgraciado al mismo tiempo.

-¿Qué estás diciendo, loquillo?

-Que tú no eres lo que pareces. Yo te devolveré a tus padres, que son muy ricos.

-¿Padres? ¿Acaso yo tengo padres?

-Sí: tú no eres hija de doña Juana. Pero esto te lo explicaré en otra ocasión. ¡Ah!, amiga mía: estoy alegre y estoy triste, porque deseo que seas feliz, y rica y señora y poderosa y duquesa y princesa; pero al mismo tiempo considero que cuando llegues al puesto que te corresponde no me has de querer.

-No entiendo una palabra de lo que dices.

-Ya veremos. Tú no me querrás. ¿Cómo has de querer a un desgraciado como yo, sin padres, sin -178- fortuna, sin educación? Te avergonzarás de mí, que soy un criado, un infeliz de las calles... pero ¡ay!, no temas, que yo te llevaré a donde debes estar, y te pondré en tu verdadero puesto, y serás lo que debes ser. Yo no quiero nada para mí. Dime: ¿me dejarás que sea tu criado y que viva en tu casa lo mismo que vivo ahora mismo en la de tus condenados tíos?

-De veras te digo que pareces un loco, Gabriel. Esto me recuerda cuando tú decías que ibas a ser ministro, generalísimo y príncipe. Yo no tengo esas ideas.

-No es lo mismo, niñita. Aquello era una necedad mía, y esto es cierto. Ya no volveremos a casa de los Requejos. Huiremos por la calle de Alcalá cuando se despeje, buscando refugio en Aranjuez, hasta tanto que yo te lleve a donde debo llevarte. Aunque sé que no lo has de cumplir, júrame que me querrás siempre.

-Yo no necesito jurarlo. Prométeme tú no decir disparates -dijo ella, mientras la presión de la embriagada multitud estrechaba su cabeza contra mi pecho.

-No son disparates. Pronto te convencerás de ello; ¿pero me querrás siempre como me quieres ahora? ¿No te avergonzarás de mí, no me despreciarás? ¿Seré siempre para ti lo mismo que soy ahora, tu único amigo, tu salvación y tu amparo?

-Siempre, siempre.
-179-

Al pronunciar estas palabras, Inés sintió que la cogían un pie.

Miró ella, miré yo, y vimos que clavaba en el pie sus flacos dedos una mano correspondiente a un brazo negro, que extendiéndose entre las piernas de los circunstantes, estaba unido al cuerpo de Restituta, quien estiraba el otro brazo hasta tocar la mano que pertenecía a una de las extremidades de don Mauro Requejo, el cual D. Mauro Requejo, colocado como a dos varas de nosotros, pugnaba por abrirse paso entre piernas de hombre y faldas de mujer, recibiendo aquí una pisada, allá una coz. Sucedió, que encontrándose los dos hermanos tan separados de nosotros, perdían el tino buscándonos, y mientras ella se encaramaba anhelando divisar por algún lado nuestras cabezas, él a causa de su corpulencia alcanzó a distinguir mi gorro.

Forcejeaban hasta alcanzarnos, cuando doña Restituta cayó al suelo; diole D. Mauro la mano, y ella alargó la otra para asir el pie de Inés, temiendo que en un nuevo vaivén o sacudimiento se le escapara. Nuestro proyecto de fuga quedó frustrado, y ambos Requejos hicieron presa en los olivares de Jaén, asiéndoles cada uno por un brazo para estar más seguros.

-¡Pobrecita mía! -dijo D. Mauro-. Creímos que te nos perdías. Si no es por ti, Gabriel, se nos pierde.
-180-

A causa del revolcón quedaron ambos hermanos tan lastimosamente magullados, que daba compasión verles. Del casaquín de mi amo se habían hecho dos, sin intervención de ningún sastre, y su hermana veía con ojos furibundos los flotantes jirones de su vestido negro, rasgado de arriba abajo.

-¿Ves? -decía Restituta a su hermano al regresar a la casa-. ¿Ves lo que sacamos de ir a donde nadie nos llama? Has perdido un guante... ¡lástima de guante, que costó un dineral en el Rastro! ¿Pues y la casaca? Ya tengo costura para tres días... ¡Sí, que está barata la seda!... Y tú, niña, ¿has perdido algo? ¡Ay! ¿Dónde está mi pañuelo? ¿Pues y mi pañuelo? ¡Lo he perdido!... ¡Dios me favorezca!... ¡Jesús mil veces! ¡Y yo que le eché tres gotas de agua de bergamota!



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- XX -

Transcurrieron muchos días desde aquel, famoso por la entrada de nuestro soberano, sin que se alterara con ningún accidente la uniformidad de la casa de los Requejos.

Largo tiempo estuve sin poder hablar con Inés, aunque vivíamos tan cerca el uno del otro; pero el encierro en que la guardaba Restituta era cada vez -181- más inaccesible, y la vigilancia llegó a ser un acecho implacable. D. Mauro estaba furioso algunas veces, otras triste, y sin duda en su rudeza no dejaba de comprender que era incapaz de hacerse amar por Inés. Su cólera no podía menos de derivarse de la conciencia de su brutalidad. Si no hubiera mediado el ambicioso interés, que era su alma, quizás D. Mauro habría sido naturalmente afable y hasta cariñoso con la que pasaba por su sobrina; pero la falta de educación, de delicadeza, de modales y de sentido común le perdía, haciéndole no sólo aborrecible sino espantoso a los ojos de la misma a quien deseaba interesar.

Las dificultades para sacar a Inés del poder de los Requejos aumentaban de día en día con la suspicaz vigilancia de Restituta; pero esto no me desanimaba, y firme en mi honrado propósito, procuré por todos los medios posibles conquistar la benevolencia de los dos hermanos, fingiendo en mí gustos e inclinaciones iguales a las suyas. Yo aspiraba a una empresa más difícil que las doce de Hércules; aspiraba a conquistar el inexpugnable castillo de su confianza, donde jamás entrara persona alguna.

Para llegar a este fin, principié fingiéndome mezquino y avaro, cual si me consumiera, como a ellos la mísera pasión del ahorro en su último delirio. Un día después de haber barrido los pasillos y cuartos, me ocupaba en reunir el polvo y la tierra, recogiendo -182- y guardando aquellos ingredientes en un gran cucurucho. Como esta operación la hacía yo de modo que doña Restituta me observase, preguntome un día cuál era mi objeto, y le contesté:

-Pues qué, señora, ¿se ha de desperdiciar esta sustancia alimenticia?

-¿Cómo? ¿El polvo y la basura de los ladrillos, con las telarañas de los techos y el lodo de los zapatos forman una sustancia alimenticia?

-Ya lo creo; y me asombra que Vd. no sepa que hay en Madrid un jardinero francés que compra todo esto para criar unas endemoniadas yerbas farmacéuticas, que han inventado ahora.

-¿Qué me dices, Gabriel? Pues yo no sabía nada.

-Pues cuando yo estaba en la casa del señor duque de Torregorda, la señora duquesa vendía esto todas las semanas, y por un paquete así, le daban sus cuatro cuartos como cuatro soles.

Ella se regocijaba tanto con esto, que cuando yo, después de arrojar a un muladar el paquete, volvía entregándole los cuatro cuartos de mi fingida venta, me decía:

-Eres un chico de disposición, Gabriel: no he conocido otro como tú.

También fingía vender los cráneos de carnero que allí se consumían con frecuencia, los huesos de toda clase de frutas, los pedazos de papel, los cascos de vidrio, y hasta los pezones de los higos pasados, diciéndole -183- que un boticario los compraba para hacer cierta droga venenosa. Cuando llegó el 20 de Abril, y me dieron los diez reales de mi salario, dije a doña Restituta:

-Señora, ¿para qué quiero yo todo ese dineral? Puesto que tengo todas mis necesidades satisfechas y no me falta nada, guárdemelo, y si algún día salgo de esta bendita casa (lo que ojalá no suceda nunca), me lo entregará junto. Guardadito quiero que esté como oro en paño, y primero me dejaré cortar las orejas que consentir en el gasto de un maravedí.

-¡Ay, Gabriel! -me contestó rebosando satisfacción-, no he visto nunca un chico como tú. Bien es verdad que no en vano se pisa esta casa, donde reinan el orden y la economía. Eres un rapaz de provecho; si sigues trabajando, a vuelta de diez años tendrás reunidos sesenta duros, y si siempre persistes en tan buenas ideas, llegarás al fin de tu vida... (pongamos que vives sesenta años más...) con un capital de 360 duros que tendrás guardaditos y los enterrarás antes de morirte, para que ningún heredero holgazán se divierta con tu dinero.

Con estas y otras artimañas me hacía querer de mis amos, hasta el punto de que confiaban mucho en mí; pero a pesar de todo no logré nunca adquirir la confianza suprema, que consistía para mí en ser encargado de la custodia de Inés, mientras ellos estaban -184- fuera. ¡Ay!, cuando alguna vez permitían los hados que doña Restituta se ahuyentara del hogar doméstico, siempre era depositario de todas las llaves, el impasible, el mecánico, el glacial mancebo.

Pero he hablado poco de este personaje, cuando en realidad debiera ocuparnos mucho, y urge dar de él completa idea. Juan de Dios era sin género de duda un excéntrico, pues también en aquella época había excéntricos. Un hombre que no habla, que ignora lo que es risa, que no da un paso más de los necesarios para trasladarse al punto donde están la pieza de tela que ha de vender, la vara con que la ha de medir, y la hortera en que ha de guardar el dinero; un hombre que en todas las ocasiones de la vida parece una máquina cubierta con la humana piel para remedar mejor nuestra libre, móvil e impresionable naturaleza, ha de llevar dentro de sí algo ignorado y excepcional. Sin embargo, al poco tiempo de conocer yo a Juan de Dios, ocurrió algún percance en el misterioso engranaje de las piezas de aquel mueble animado.

Por aquellos días D. Mauro y doña Restituta habíanse comunicado con asombro su extrañeza por las frecuentes distracciones de Juan de Dios. Juan de Dios que en veinte años no se equivocara nunca midiendo o contando, contaba y medía como un mancebillo recién venido de la Alcarria. Aún había algo más alarmante. Juan de Dios se paseaba por la -185- tienda sin hacer nada, lo cual era tan extraordinario como el choque de un planeta con otro; Juan de Dios preguntaba al parroquiano si quería poplín, cotepalis, organdís, madapolanes o muselinetas, y en vez de traer lo pedido, daba media vuelta, rascándose la cabeza, iba a la trastienda, y salía después a preguntar de nuevo, porque se le había olvidado. Al mismo tiempo Juan de Dios estaba más amarillo y más flaco, lo cual parecía imposible al que en sus buenos tiempos le hubiese conocido, y su mirada, siempre mortecina y tristona como la llama de un candil que se apaga, indicaba últimamente una resignación, un dolor que no son susceptibles de descripción ni pintura.

Un día salieron los amos, encargándole como de costumbre, la custodia de la casa. Inés, encerrada en su aposento, habló conmigo como Tisbe al través del muro, y en mi desesperación, no pudiendo ni verla, ni sacarla de allí, discurrí que convenía explorar el corazón del mancebo, por si era posible ablandarle, para que protegiera nuestra fuga. Bajé a la tienda, y después que hablamos un poco de cosas indiferentes, dije a Juan de Dios:

-¿No es un dolor, Sr. D. Juan, que esa muchacha se muera de tristeza en ese cuartucho? ¿Por qué no la dejan suelta por la casa? ¿Acaso es alguna fiera?

Advertí en el semblante del mancebo, un como estremecimiento o vislumbre, después pareció que la -186- poca sangre de su cuerpo se le agolpaba en la frente, y me habló así:

-Gabriel, tienes razón. ¿Por qué la encierran así siendo tan buena y tan humilde?... Ya estará libre... -dijo Juan de Dios, como hablando consigo mismo.

Estas palabras despertaron mucho mi curiosidad, y resolví hacerle hablar sobre el asunto, fingiendo poco interés por la muchacha.

-Verdad es -dije- que como está tan mal criada...

-¡Mal criada! -exclamó el dependiente con viveza-. Tú sí que eres un mal criado y un bruto. Cuando la veo tan dulce, tan modesta, tan guapa, me da lástima que... Aquí la tratan de un modo que da compasión...

-Pero los amos son muy buenos con ella; la han comprado un vestido, y D. Mauro quiere que sea su mujer.

Al oírlo Juan de Dios, se inmutó de tal modo, que le tuve miedo.

-¡Casarse con ella! -exclamó-. No, no; eso no puede ser.

-Bien es verdad, que si la muchacha no quiere, ¿por qué han de obligarla?

-Es verdad. No; no la obligarán.

Comprendí que convenía variar de táctica, demostrando mucho interés por la prisionera.

-Pues si ella no quiere -dije- será una obra de caridad sacarla de aquí.
-187-

-¿Tú crees lo9 mismo? -me preguntó con ansiedad.

-Sí. Me da tanta lástima de la pobrecita, que si en mí consistiera, ya le hubiera abierto las puertas para que volara como un pajarito.

-Gabriel -me dijo Juan de Dios solemnemente, poniendo su mano sobre mi brazo-, si tú fueras un chico prudente y discreto, yo te confiaría un proyectillo...

No había más remedio que fingir gran indignación contra los Requejos, y así lo hice, diciendo:

-¡Pues no he de serlo! A mí puede Vd. confiarme lo que quiera, sobre todo si se refiere a esa niña, porque la tengo compasión, y si mi amo se empeña en maltratarla, no lo podré aguantar, y el mejor día...

-Nuestros patronos son muy crueles -dijo él con la gravedad de quien revela importante secreto.

-¿Qué dice Vd., crueles? Bárbaros y tacaños, que serían capaces de vender a Cristo por dos cuartos.

El semblante de Juan de Dios expresó cierto entusiasmo. Después de vacilar un momento entre la seriedad y una sonrisa, se apretó el corazón con ambas manos, y me dijo:

-Gabriel, yo estoy enamorado, yo estoy loco.

-¿De quién? ¿Por quién?

-No me lo preguntes, y adivínalo. A ti solo te lo digo: quiero que me ayudes. Veo que tienes buenos -188- sentimientos, y que aborreces a los carceleros de Inés. Pero tú no te has fijado bien en ella. ¿No te admira su resignación, no te admira su modestia? Y sobre todo, Gabriel, ¿has visto alguna vez mujer más linda? Dime, ¿te ha mirado alguna vez y no te has vuelto loco?

Juan de Dios lo parecía al decir estas palabras.

-Inés es una gran personita -respondí-. Hace usted bien en quererla, y mucho mejor en sacarla de aquí. ¿Pero no dicen que se casa Vd. con doña Restituta?

-¿Yo?, estás loco... Antes de ahora he sido tan estúpido que llegué a creerme capaz de semejante desgracia. Pero ahora... ¿Has conocido mujer más repugnante que esa?

-No, no hay otra que la iguale en toda la tierra. Pero hablemos de Inés, que es lo que a Vd. le interesa.

-Sí, hablemos. ¡Ay! No sabes qué desahogo siento al confiarte este secreto. Yo necesitaba decírselo a alguien para no desesperarme. Desde que Inés entró en esta casa, yo experimenté una sensación desconocida. Yo había dicho muchas veces: «tanto como oigo hablar del amor, y yo no sé lo que es...». Pero ya sé lo que es... ¡Ay!, he pasado toda mi vida trabajando como una bestia. Hace veinte años tuve algo con una mujer que vivía en mi casa; pero aquello no pasó de tres días. Yo nací en Francia de padres -189- españoles, me crié en un convento y cuando salí de él a los veinte años, estaba muy persuadido de que las mujeres todas eran el demonio, pues así me lo decían los padres del convento de Guetaria. Así es que cuando pasaba alguna cerca de mí, yo bajaba los ojos, cuidando de no mirarla. Siempre he sido melancólico y... no sé por qué me han disgustado las mujeres... Nunca voy a bailes ni a tertulias, y con tan uniforme vida me he vuelto tan tristón que me aburro de mí mismo. Los domingos echo un paseo allá por los Melancólicos, y esto un año y otro, hasta que ahora... te contaré punto por punto. Cuando llegó Inés aquí, me pareció que no era como las mujeres que yo he visto siempre; quedeme asombrado contemplándola, y hasta se me figuró que la había visto en alguna parte; ¿dónde?, ¡qué sé yo!, sin duda dentro de mí mismo. Todo aquel día pensé en ella, y al día siguiente, que era domingo, me fui después de oír misa, a mi paseo de los Melancólicos. Allí di mil vueltas figurándome que hablaba con ella, y fueron tantas las cosas que le dije, que de seguro no cabrían en este libro grande. Pasó algún tiempo: Inés no me había mirado nunca, hasta que una noche... estábamos comiendo, yo fui a coger un plato, y como me temblaba la mano, le dejé caer al suelo y se rompió. Restituta se puso a dar gritos, y D. Mauro me dijo no sé qué barbaridades. Entonces Inés alzó los ojos y me miró.
-190-

Cuando esto decía, Juan de Dios mostraba la incomparable satisfacción del amante que ha recibido favor muy lisonjero de su dama.

-Pues ánimo -le dije-: la muchacha es linda y buena. Sáquela Vd. de aquí.

-¡Que si la saco! ¿Pues no la he de sacar? -exclamó con decisión-. Resuelto estoy a ello. Pero necesito hablarla, Gabriel; necesito decirle lo que siento por ella. ¿Me corresponderá, crees tú que me corresponderá?

-Pero tonto, si quiere Vd. hablarla, ¿qué más tiene que ir a su cuarto y entrar? ¿Los amos no le dejan las llaves?

-Varias veces he intentado hablar con ella; he subido la escalera, he llegado junto a la puerta y al fin me he vuelto sin valor para decirle: «Inés, ¿oye usted una palabra?».

-Pues de esa manera no consigue usted nada -le contesté-. ¡Ah! Vea Vd. lo que me ocurre en este instante. Yo me pinto solo para esas comisiones. Me da Vd. la llave, abro, entro y le digo que Vd. la quiere y discurre el modo de sacarla de aquí. ¿Qué le parece mi invención?

-Te equivocas si crees que tengo la llave de su cuarto. Todas me las dejan menos esa.

-Entonces todo está perdido.

-No, porque voy a que un cerrajero me haga una por un modelo de cera, enteramente igual. Por de -191- pronto, ya que te ofreces a servirme, mira lo que he pensado. Aquí tengo un ramito de violetas que he comprado esta mañana. Se lo llevas, arrojándolo dentro por el tragaluz que está sobre la puerta, y le dices: «esto le manda a Vd. una persona que la ama», pero sin mentarle quién es. Luego, otro día que los amos salgan, le llevas una carta que estoy escribiendo en mi casa, y que tiene ya ocho pliegos de papel, con una letra como el sol. ¿Lo harás así?

-Todo lo que Vd. me mande.

-¡Ay, Gabriel! Desde que ella está en esta casa, me he vuelto todo del revés. Pero di: ¿crees tú que Inés me querrá; lo crees tú? ¡Ay!, yo de veras te digo que por verme amado de ella por todo el día de hoy, consentiría mañana en perder la vida. Te juro que si supiera de cierto que no me puede querer, moriría. Si Inés me ama, seré tan feliz que... no sé lo que me pasará. Y tiene que ser, tiene que amarme; yo me la llevaré a una parte del mundo donde no haya gente, y allí, solitos los dos, ¿no es verdad que tendrá que quererme? Estoy ahora averiguando por qué camino se va a una de esas islas desiertas, que según dicen, hay no sé dónde... La sacaré de aquí, Gabriel; nos iremos ella y yo, si quiere bien, y si no también. Cuando llegue el caso, me creo capaz de todo; de matar al que quiera impedírmelo, de vencer cuantas dificultades se me opongan, de echarme a cuestas toda la tierra y beberme todo el -192- mar, si es preciso para mi fin... Gabriel, ¿llevarás a Inés el ramo de violetas? Yo tengo miedo de ir... Cuando le hable una vez se me quitará esta turbación... ¿No es verdad?... ¿Crees tú que ella me amará?

La pasión de Juan de Dios tenía cierta ferocidad. Junto con la timidez más ingenua, el corazón de aquel hombre abrigaba una determinación impetuosa y una energía suficiente para llevar adelante el más difícil propósito. El secreto confiado causome tanto asombro como miedo, porque si bien el amor del mancebo podía ser un gran auxilio para la evasión de Inés, también podía ser obstáculo. Pensando en esto me separé de él, para llevar las violetas, sacadas de un cajón donde guardaba sus plumas: subí y púsome al habla con mi desgraciada amiga.

-Inés -le dije, arrojando el ramillete por el tragaluz- toma esas flores que he comprado para ti.

-Gracias -me contestó.

-Niñita mía -continué-, mételas en tu seno, para que la bruja de tu tía no las descubra. ¿Las has guardado ya?

-En eso estoy -repuso la dulce voz dentro del cuarto-. Vaya, ya están.

-Mira Inesilla, pon la mano sobre tu corazón y júrame que no has de querer a nadie, a nadie más que a mí; ni a D. Mauro, ni a Juan de... quiero decir... a nadie.
-193-

-¿Qué estás ahí hablando?

-Júramelo. Pronto estarás libre, paloma. Pero cuando seas señora, rica y condesa, y tengas palacio y lacayos y tierras, ¿me olvidarás? ¿Despreciarás al pobre Gabriel? Júrame que no me despreciarás.

La prisionera rió en su cárcel.

-Vaya, adiós. Ponte frente al agujero de la llave para verte; ¡qué guapa estás! Adiós; me parece que ahí están tus simpáticos tíos. Sí: ya siento la voz del buitre de D. Mauro. Adiós.



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- XXI -

Aquella noche nos favorecieron doña Ambrosia de los Linos y el licenciado Lobo. La primera se quejó de no haber vendido ni una vara de cinta en toda la semana.

-Porque -decía- la gente anda tan azorada con lo que pasa, que nadie compra, y el dinero que hay se guarda por temor de que de la noche a la mañana nos quedemos todos en camisa.

-Pues aquí nada se ha hecho tampoco -dijo Requejo-, y si ahora no trajera yo entre ceja y ceja un proyecto para quedarme con la contrata del abastecimiento de las tropas francesas, puede que tuviéramos que pedir limosna.
-194-

-¿Y Vd. va a dar de comer a esa gente? -preguntó con inquietud doña Ambrosia-. ¿Por qué no les echa Vd. veneno para que revienten todos?

-¿Pero no era Vd. -preguntó Lobo- tan amiga del francés, y decía que si Murat la miró o no la miró?... Vamos, señora doña Ambrosia, ¿ha habido algo con ese caballero?

-¡Ay! Le juro a Vd. por mi salvación que no he vuelto a ver a ese señor, ni ganas. ¡Demonios de franceses! ¿Pues no salen ahora con que vuelve a ser Rey mi Sr. D. Carlos IV, y que el príncipe se queda otra vez príncipe? Y todo porque así se le antoja al emperadorcillo.

-¡Bah! -dijo Lobo-. Pues ¿a qué ha ido a Burgos nuestro Rey, si no a que le reconozca Napoleón?

-No ha ido a Burgos, sino a Vitoria, y puede ser que a estas horas me le tengan en Francia cargado de cadenas. Si lo que quieren es quitarle la corona. Buen chasco nos hemos llevado, pues cuando creímos que el Sr. de Bonaparte venía a arreglarlo todo, resulta que lo echa a perder. Parece mentira: deseábamos tanto que vinieran esos señores, y ahora si se los llevara Patillas con dos mil pares de los suyos, nos daríamos con un canto en los pechos.

-No: que se estén aquí los franceses mil años es lo que yo deseo -dijo Requejo-. Como me quede con la contrata ¡ay mi señora doña Ambrosia!, puede -195- ser que el que está dentro de esta camisa salga de pobre.

-Quite Vd. allá. ¿Ni para qué queremos aquí franceses, ni zamacucos, ni tragones, ni nada de toda esa canalla que no viene aquí más que a comer? Pues ¿qué cree Vd.?, muertos de hambre están ellos en su tierra, y harto saben los muy pillastres dónde lo hay. Si es lo que yo he dicho siempre. Dicen que si Napoleón tiene esta intención o la otra. Lo que tiene es hambre, mucha hambre.

-Yo creo que tenemos franceses por mucho tiempo -afirmó el licenciado- porque ahora... Luego que nuestro Rey sea reconocido, vienen acá juntos para marchar después sobre Portugal.

-¡Qué majadería! -exclamó la señora de los Linos-. Aquí nos están haciendo la gran jugarreta. Esta mañana estuvo en casa a tomarme medida de unos zapatos, el maestro de obra prima, ese que llaman Pujitos. Díjome que en el Rastro y en las Vistillas todos están muy alarmados, y que cuando ven un francés le silban y le arrojan cáscaras de fruta; díjome también que él está furioso, y que así como fue uno de los principales para derribar a Godoy, será también ahora el primero en alzarles el gallo a los franceses... ¡Ah!, lo que es Pujitos mete miedo, y es persona que ha de hacer lo que dice.

-Si me quedo con la contrata, Dios quiera que no se levanten contra los franceses -dijo Requejo.
-196-

-Si hay levantamiento -afirmó Restituta- y mueren unos cuantos cientos de docenas, esos menos serán a comer. Siempre son algunas bocas menos, y la contrata no disminuirá por eso.

-Has pensado como una doctora -dijo D. Mauro-. ¿Pero y si se van?

-Se irán cuando nos hayan molido bastante -añadió doña Ambrosia-. Pues no tienen poca facha esos señores. Van por las calles dando unos taconazos y metiendo con sus espuelas, sables, carteras, chacós y demás ferretería, más ruido que una matraca... ¡Y cómo miran a la gente!... Parece que se quieren comer los niños crudos... por supuesto que ya les verá Vd. correr el día en que el español diga: «por ahí me pica, y me quiero rascar».

-Eso es música -dijo Lobo-. Deje Vd. que vuelvan a Madrid el Rey y el Emperador, y verá cómo todo se arregla. D. Juan de Escóiquiz, que es amigo mío, y el primer diplomático de toda la Europa, me dijo antes de irse, que son unos bobos los que creen que Napoleón intenta destronar al rey de acá. Descuiden Vds. que como haya dificultades, mi canónigo las arreglará todas, que para eso le dio el Señor aquel talentazo que asusta.

-Napoleón no viene acá sino con la espada en la mano -continuó doña Ambrosia-. El padre Salmón de la orden de la Merced, que estuvo esta mañana en casa (y por cierto que se llevó media docena de -197- huevos como puños), me dijo que a él no se le escapa nada, y que tendremos guerra con los franceses. Napoleón nos está engañando como a unos dominguillos. Ya ve Vd. hace quince días se dijo que venía, y en palacio enseñaban las botas y el sombrero que había mandado por delante. D. Lino Paniagua que vio aquellas prendas y las tuvo en su mano, me dijo que las botas eran grandísimas y casi tan altas como este cuarto. En cuanto al sombrero, dice que era tan grasiento, que un cochero simón no se le pondría, lo cual prueba que este emperador es un grandísimo gorrino, con perdón sea dicho.

-Veinte mil franceses tenemos aquí -dijo don Mauro con expresión meditabunda-. ¡Mucho pan, mucho tocino, muchas patatas, mucho pimentón, mucha sal, mucha berza, han de entrar por veinte y cinco mil bocas! Y dicen que traen hambre atrasada.

-Por supuesto, hermano -dijo Restituta- el dinerito por adelantado.

D. Mauro tomó un papel, y con profunda abstracción hizo cuentas.

-¿Y de lo que sobre en el almacén no se podrá traer lo necesario para el gasto de la casa? -preguntó la digna hermana-. Porque están unos tiempos ¡ay!, señora doña Ambrosia: no se gana nada...

-Vaya, vaya -dijo doña Ambrosia-. Poco, mal y bien quejado. Más dinero tienen Vds. que las arcas -198- del Tesoro. Y a propósito, Restituta, ¿cuándo se casa Vd.?

-¡Jesús! ¿Quién piensa ahora en eso? No corre prisa.

-No pensará lo mismo Juan de Dios. ¿Y usted, Inesita, cuándo se decide?

-Ya está decidida -dijo vivamente Restituta-. La pícara harto disimula su satisfacción. Este la tiene muy mimosa.

-Esto está muy bien: una niña bien criada debe hacer ascos al matrimonio hasta que llegue el momento crítico. Pero hija, con la conversación se me ha ido el tiempo: son las diez... Adiós, adiós.

Fuese doña Ambrosia, desfiló al poco rato Lobo, y habiendo subido a acostarse las dos mujeres, quedaron solos en la trastienda el patrono y el mancebo haciendo las cuentas de la contrata.

Yo me acosté y dormí profundamente; pero a eso de la media noche, y cuando recogido también el amo, reinaban en la casa el sosiego y la tranquilidad me desvelaron unos agudos gritos, que al punto reconocí como procedentes de la exprimida laringe de Restituta.

-Sin duda hay ladrones en la casa -dije levantándome.

Restituta llamaba angustiosamente a su hermano, el cual salió con una tranca, diciendo:

-¡Dónde están esos pícaros, dónde están para que -199- sepan si soy hombre que se deja quitar el fruto de su honradez!

-No son ladrones -dijo Restituta con voz temblorosa a causa de la ira-; no son ladrones, sino otra cosa peor.

-¿Pues qué son, con mil pares de diablos?

-Es que... -continuó la hermana, dirigiéndose al amo y a mí, que también había acudido con un palo-. Inesilla... bien decía yo que esa muchacha nos daría que sentir... es una loca, una mujerzuela, una trapisondista, una perdida de las calles.

-A ver... ¿qué ha hecho?

-Pues yo velaba, ella dormía, y de repente empezó a hablar en sueños. ¡Ay, no sé cómo no la estrangulé! Primero pronunció algunas palabras que no pude entender, después dijo así: «Juro que te querré siempre; juro que te querré cuando sea condesa, cuando sea princesa, cuando sea rica, cuando sea gran señora. Pero yo no quiero ser nada de eso sin ti». Estuvo callada un rato, y después siguió diciendo: «¡Cómo no he de quererte! Tú me arrancarás del poder de estas dos fieras... ¡Ay!, adiós: siento la voz del buitre de mi tío. Adiós...». Después la condenada niña, como si le parecieran poco estos insultos, llevose las palmas de las manos a su boquirrita, y se dio muchos besos. ¿Qué te parece, hermano? ¡No sé cómo no la ahogué! Sin poderme contener, arrojeme sobre ella; despertose despavorida, -200- y al incorporarse se le cayó del pecho este ramo de violetas.

Al decir esto, Restituta mostraba en su trémula mano la terrible prueba del delito. Quedose don Mauro aturrullado y confuso, y luego tomando el ramo y mordiéndolo con rabia lo arrojó al suelo, donde fue pisoteado alterno pede por ambos furiosos hermanos.

-¡Con que dice que soy un buitre! -exclamó él echando chispas-. ¡Un buitre! ¡Llamar buitre a un caballero como yo! ¡Bonito modo de pagar el pan que le doy! Ya le enseñaré los dientes a esa chiquilla. Pero ese ramo, ¿quién le ha dado ese ramo?

-Pero Mauro...

-Pero Restituta...

Y más se confundían los dos cuanto más se irritaban, y crecía su cólera a medida que aumentaba su aturdimiento, hasta que Requejo, recogiendo sus luminosas ideas en rápida meditación, dijo:

-Tiene amores con algún mozalbete de las calles. ¿Habrá entrado aquí? Esto es para volverse loco. Gabriel, Gabriel, ven acá.

Al punto comprendí que estaba en peligro de hacerme sospechoso a mis feroces amos, y como en este caso me arrojarían de la casa, imposibilitando de un modo absoluto la realización de mi proyecto, hallé prudente el desorientarles con una invención ingeniosa, que apartara de mí toda sospecha.
-201-

-Señor -dije a mi amo-, estaba esperando a que su merced acabara de hablar, para decirle alguna cosa que contribuya a descubrir esta picardía. Pues anoche cuando salí en busca del cuarterón de higos pasados, me pareció que vi en la calle a un señorito, el cual señorito miraba a estos balcones... y después, creyendo él que yo no le veía, arrojó una cosa...

-¡Eso, eso fue... el ramo! -exclamó Requejo.

-Anoche mismo -continué- pensaba decírselo a su merced; pero como estaba ahí esa señora, y después se quedaron Vd. y D. Juan de Dios haciendo números...

-¿Y ella se asomó al balcón? -preguntó Restituta.

-Eso no lo puedo asegurar, porque hacía oscuro y no vi bien. Pero encárguenme mis amos que esté ojo alerta, y no se me escapará nada. A fe que si Vds. me dieran la comisión de vigilar a la niña cuando salen de casa, la niña no se reiría de nosotros.

-¡Esto no se puede aguantar! -exclamó fieramente D. Mauro-. Vaya, acuéstense todos, que mañana le leeré yo la cartilla a la señorita.

Retireme a mi cuarto, y desde mi cama oía al espantoso Requejo, hablando con su hermana.

-Nada, nada, esta semana me casaré con ella. Si no quiere de grado será por fuerza... Estoy furioso, -202- estoy bramando. Mañana sabrá ella si soy yo Mauro Requejo, o quién soy. La encerraremos en el sótano, sin darle de comer. ¿Acaso vale ella el mendrugo de pan con que le matamos el hambre? Le diremos que no probará bocado, ni beberá gota hasta que no consienta en ser mi mujer... La encerraremos en el sótano, sí señor, en el sótano. Y si no quiere, palos y más palos. A fe que tengo yo buena mano de almirez... ¡Llamarme buitre esa rapazuela de las calles!... Estoy furioso... me la comería... Sí: que yo iba a dejarla escapar con el mozalbete del ramo... Se casará, sí, se casará, y si no, de aquí no sale, sino difunta... ¡Buen genio tengo yo!... Malas brujas me chupen, sino la caso conmigo mismo... Y si no quiere por blandas será por duras, la amarraré a un poste, la azotaré, la abriré en canal con el cuchillo de abrir las latas de pomada.

Requejo en aquel instante parecía un demonio escapado del infierno; y la primera luz de la aurora, entrando difícilmente en la oscura casa, le encontró despierto aún y vociferando como un insensato.



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- XXII -

Dicho y hecho: desde la mañana del día siguiente, D. Mauro pareció dispuesto a llevar adelante su -203- bestial propósito, el de precipitar el martirio de Inés, casándola consigo mismo, como él decía en su bárbaro lenguaje. La táctica de amabilidad y de astuta dulzura, recomendada por el licenciado Lobo, se consideró inútil, siendo sustituida por un sistema de terror, que ponía en fecundo ejercicio las facultades todas de doña Restituta. Antes de partir a la reunión donde D. Mauro y otros dos comerciantes debían ponerse de acuerdo para la subasta del abastecimiento, mi amo tuvo el gusto de plantear por sí mismo el nuevo sistema. Dispuso que Inés no saldría de su cuarto ni para comer, que los vidrios y maderas de la ventanilla que daba a la calle de la Sal, se cerraran, asegurándolas por dentro con fuertísimos clavos, y que se colocara un centinela de vista dentro de la misma pieza, cuya misión a nadie podía corresponder más propiamente que a Restituta.

Ya no era posible, pues, ni ver a Inés, ni hablarla, ni prevenirla, porque todo indicaba que aquella tenaz vigilancia no concluiría sino cuando los Requejos vieran satisfecho su ardiente anhelo de casar a la muchacha consigo mismos. Por último, llegaron las vejaciones ejercidas contra Inés hasta el extremo de notificarle enérgicamente que no vería la luz del sol sino para ir a casa del señor vicario a tomar los dichos. La situación de Inés era por lo tanto insostenible y tan crítica, que me decidí a intentar resueltamente -204- y sin esperar más tiempo, su anhelada libertad. Para hacer algo de provecho, era indispensable aprovechar un día en que ambas fieras, macho y hembra, salieran a la calle a cualquier negocio, pues pensar en la fuga mientras nuestros carceleros estuviesen en la casa, era pensar en lo excusado. D. Mauro, ocupado en su contrata, salía con frecuencia; pero Restituta, imperturbable como esfinge faraónica, no se movía de la casa, ni del cuarto, ni de la silla. Para vencer tan formidable dificultad, discurrí a fuerza de cavilaciones el siguiente medio.

Mi seductora ama tenía la costumbre, harto lucrativa, de asistir a todas las almonedas que se anunciaban en el Diario, y hacíalo con la benemérita intención de pescar muebles, colchones, ropas, adornos de sala y otros objetos, que adquiridos por poco precio, vendía después en dos o tres prenderías de la calle de Tudescos, que eran de su exclusiva pertenencia, aunque no lo pareciese. Hacia el 15 de Abril tuvo noticia de un ajuar completo de ricos muebles puestos en almoneda en una casa de la plazuela de Afligidos. Habíales ella visto y examinado, y aunque le parecieron de perlas, no los tomó porque la dueña, que era viuda de un consejero de Indias, no se resignaba a entregar su única fortuna casi de balde. Regatearon: Restituta ofreció una cantidad alzada; mas no fue posible la avenencia, y volviose -205- aquella a su casa sin aflojar los cordones de la bolsa, aunque harto se le conocía su desconsuelo por haber dejado escapar negocio de tal importancia. Pues bien, sobre aquella almoneda, sobre aquel regateo, sobre este desconsuelo, fundé yo el edificio de la invención que debía quitarme de delante a mi señora doña Restituta por unas cuantas horas.

Era un domingo, día 1º de Mayo. Salí por la mañana, y dirigiéndome a mi antigua casa, buscáronme allí una mujer que se encargó de llevar a doña Restituta el recado que puntualmente le di. Estaba el ama, a las cuatro de la tarde, sentada en el cuarto de la costura, cuando se presentó mi comisionada en la casa, diciendo que la señora de la plazuela de Afligidos consentía en dar los muebles a la señora de la calle de la Sal, por el precio que esta había tenido el honor de ofrecer.

Dio un salto en su asiento Restituta, y al punto su acalorada imaginación ilusionose con las pingües ganancias que iba a realizar. Se vistió con aquella ligereza viperina que le era propia, y después de cerrar el balcón y la puerta de la habitación de Inés, tuvo la condescendencia incomparable de entregarme la llave de la puerta que conducía a la escalerilla principal: encargó a Juan de Dios el mayor cuidado, y salió.

Cuando la vi salir, respiré con indecible desahogo. -206- Pareciome que huía para siempre, llevada en alas de vengadores demonios.

Ya no podía perder un instante, y dije a mi amiga desde fuera.

-Inesilla, prepárate. Recoge toda tu ropa, y aguarda un momento.

La única contrariedad consistía ya en que Juan de Dios descubriese mi intriga, oponiéndose a nuestra fuga; pero yo contaba con la facilidad que ha existido siempre para cegar por completo a quien ya tiene ante los ojos la venda del amor. Bajé a la tienda, y ya desde el primer momento advertí que la fortuna no me era muy favorable, porque Juan de Dios estaba en conversación con dos militares franceses, y no era aquella ocasión a propósito para que me diera la llave falsificada que hacía falta.

Diré brevemente por qué estaban allí los dos franceses. Un oficial de administración militar fue en busca de mi amo para hablarle de no sé qué particularidades relativas al contrato de abastecimiento: acompañábale otro que me parecía teniente de la guardia imperial, el cual, entablada conversación con Juan de Dios, habló en incorrecto español y dijo que era del país vasco-francés. Como el hortera había nacido y criádose en el mismo país, al punto se las echaron los dos de compatriotas, y hubo apretones de manos. El extranjero era un mozo alto y rubio, de modales corteses y simpática figura.
-207-

-¿No recuerda Vd. la familia Sajous, en Bayona? -dijo a Juan de Dios.

-¿Pues no la he de recordar? Mi padre, D. Blas Arroiz, estuvo de escribiente en casa de Mr. Hipólito Sajous, en Bayona, y después en casa de otro Sajous en Saint-Sever -repuso Juan de Dios.

-El de Saint-Sever es mi padre -añadió el francés-; pero yo nací en Puyoo, donde aquel tiene una fábrica de tejidos. Me acuerdo de haber oído hablar en mi niñez de un administrador guipuzcoano que falleció en nuestra casa.

A este tenor continuaron hablando un cuarto de hora, hasta que al fin, después de mutuas felicitaciones y ofrecimientos, despidiose el francés, prometiendo volver a visitarnos. Yo estaba tan impaciente, que necesité disimular mi agitación para que no se me conociera en el semblante lo que traía entre manos. Sin perder tiempo, porque perderlo era perderme, dije a Juan de Dios:

-Vamos, amigo; este es el momento de entregar a la niña la carta amorosa que Vd. tiene escrita.

-Sí, chiquillo, aquí está -repuso mostrándome la epístola, que era un monumento caligráfico-. ¿Qué te parece este trabajo? ¿Has visto alguna vez letra como esta? Repara bien esa M y esa H mayúsculas. ¡Qué rasgos tan finos! Y esas letras con que pongo su nombre, ¿qué te parecen? Tres días de tarea -208- eché en ese nombre divino, que como el de Jesús

Endulza el alma y la lengua
más que con la miel y azúcar,
con sólo sus cinco letras.

Este no tiene más que cuatro; pero ¡qué perfiles!, y toda la carta está lo mismo. No tiene más que once pliegos; pero me parece que es bastante. Como es la primera que le escribo, no debo marearla mucho: ¿no te parece?

-Me parece bien. Dos palabritas bien dichas, y basta por ahora. Pero lo que importa es llevársela cuanto antes, pues la espera con impaciencia.

-¿Cómo que la espera? ¿Pues acaso tú le has dicho algo?

-No... verá Vd... Ella debe haberlo adivinado. Cuando la di el ramo díjele que se lo mandaba una persona de la casa que la quería mucho y tenía pensado sacarla de aquí: ella lo besó.

-¡Lo besó! -exclamó el mancebo, tan conmovido, que algunas lágrimas asomaron a sus ojos-. ¡Lo besó! Es decir, se lo llevó a sus divinos labios. ¡Ah!, Gabriel, ¿crees tú que me corresponderá?

-No lo creo, sino que lo afirmo -respondí enérgicamente-. Pero venga la carta. Pues no se va a poner poco contenta. Ahora caigo en que me debe usted dar la llave que encargó al cerrajero, para que yo entre y le dé la carta en propia mano, porque no -209- está bien visto que una cosa de tanta importancia se arroje así... pues.

-No: la llave no te la daré -contestó- porque no necesitas entrar. Quiero que esté sola, para que se entregue a sus anchas al placer de la lectura. ¿Con que dices que lo recibió bien?

-Pero la llave, la llave... ¿No me da Vd. la llave!

-No: la llave no te la doy. Déjala encerrada, que no faltará quien la saque pronto. ¡Ay!, si me atreviera a ir yo mismo, y a hablarla... Pero no. En la carta le digo mi amor y mis proyectos; le digo que la sacaré pronto de esta espantosa esclavitud, y que será mi mujer, mi mujercita, pues nos casaremos en tierras lejanas... ¿Sabes tú por dónde se va a alguna de esas islas desiertas que nos cuentan...? Iremos; porque has de saber, Gabrielillo, que yo soy rico. Yo he guardado mis ganancias desde hace veinte años. Lo malo es que todo lo tengo en poder de los Requejos... pero ya, ya tomaré yo lo que me pertenezca. Entre esta noche y mañana he de poner por obra mi plan. ¿Ves esta carta que tengo aquí para mi amo?, pues de esto depende todo. Cuando él lea esta carta... pero esto es un secreto... punto en boca.

-¿De modo que no me da Vd. la llave?

-No. ¿Para qué? No quiero que la veas, no quiero que la hables, cuando yo no la hablo ni la veo. Al considerar que si entras en su cuarto te ha de mirar, -210- siento unos celos... ¡Ay!, yo me muero, Gabriel; yo no duermo, ni como, ni bebo. Si no tuviera qué hacer me estaría día y noche paseando por los Melancólicos. Esta es mi única delicia, pensar en ella, representármela en la imaginación y entablar con ella unos diálogos que no tienen fin. A cada instante la abrazo y la beso a mis anchas, le pongo una flor en la cabeza, la llevo en mis brazos cuando está cansada, la arrullo, le canto para que se duerma y la visto por la mañana cuando despierta.

-Así es Vd. feliz -repuse-; pero si me diera usted la llave le contaría todo eso.

-No; yo se lo diré mañana, esta noche quizás -dijo Juan de Dios con exaltación-. ¿Pues qué crees tú que soy capaz de consentir un día más los martirios que padece? Gabriel: a ti te puedo confiar mis planes. ¡Esta noche, esta noche quedará Inés en libertad! ¿Tú sabes por dónde se va a alguna isla desierta?... Anda lleva la carta, se la arrojas por el tragaluz; ¿entiendes? Pobrecita: qué dirá cuando vea que hay quien se interesa por ella, quien la adora, y está dispuesto a sacrificar vida, hacienda y honor... Así se lo he dicho esta mañana al Santísimo Sacramento y a la Virgen María. Todos los días voy a misa y ruego por ella a Dios y a los Santos. Esta mañana cuando el cura alzaba el cáliz, le miré y dije: «Santísimo Sacramento de mi alma, yo amo a Inés. Si quieres que no la ame más que a ti, dámela. Nunca -211- te he pedido nada. Con ella seré bueno, sin ella seré... lo que el demonio quiera». Anda, Gabriel; llévale de una vez la esquelita.

A este punto llegábamos, cuando entró D. Mauro con dos amigos. Diole Juan de Dios la carta de que antes me había hablado con tanto misterio, y cuando la hubo leído lanzó grandes exclamaciones de coraje, que a todos los presentes nos infundieron miedo. Al instante hizo salir a Juan de Dios con una comisión apremiante, y yo me retiré. Aunque el maniático no había querido entregar la llave, comprendí que no debía retroceder en mi empresa, y resuelto a todo, pensé en descerrajar la puerta de la prisión de Inés. Favorecía este proyecto la circunstancia de estar Requejo en coloquio muy acalorado con sus dos amigos, y además ignorante de la ausencia de su hermana.

Pedí auxilio a Dios mentalmente, y después de advertir a Inés para que estuviese preparada y me ayudase por dentro, cogí un pequeño barrote de hierro en figura de escoplo, que había en la sala de los empeños, y comencé la delicada obra. El miedo de hacer ruido me obligaba a emplear poca fuerza, y la cerradura no cedía. Canté en alta voz para ahogar todo rumor, y al fin ayudado por Inés, que empujaba desde dentro, logré desquiciar una de las hojas, que tuvimos buen cuidado de sostener para que no viniese al suelo.
-212-

-Estás libre Inés, vámonos. Huyamos sin tardanza -exclamé con locura-. Si nos detenemos un instante estamos perdidos.

Nos dirigimos a la puerta que conducía a la escalera exterior. Abrila yo, y salimos. Ya oscurecía. Un hombre bajaba de los pisos superiores, y se juntó a nosotros en la meseta. Advertí que nos miraba con sorpresa: observele yo a mi vez, y no pude menos de temblar reconociendo al licenciado Lobo, el cual extendiendo sus brazos como para detenernos, preguntó:

-¿Adónde van Vds.?

-¿Y a Vd. qué le importa? -dije con rabia viendo delante de mí obstáculo tan terrible.

Después, considerando que contra semejante cernícalo más convenía la astucia que la fuerza, añadí:

-Doña Restituta nos ha mandado salir en busca suya. Ha ido en casa de una amiga...

-Tú eres un picarón redomado -me contestó-. ¿A dónde vas con esa muchacha? Tunantes: ¡os fugáis de esta santa casa! Ya os arreglaré yo. Adentro pronto, si no queréis ir conmigo a la cárcel de Villa.

Mi desesperación no tuvo límites, y ahora celebro no haber tenido en aquel momento un puñal en mi mano, porque de seguro le hubiera partido el corazón al leguleño10 trapisondista.

-¡Ah!, pícaro ladrón, ya te conozco, ya sé quién eres -continuó-. Esta noche precisamente pensaba -213- venir a ajustarte las cuentas... No te había conocido, bribonzuelo; pero ya sé qué clase de pájaro eres... Ya tenía ganas de cogerte entre mis uñas.

Y efectivamente me tenía tan cogido, que no sé cómo no me desolló el brazo.

Inés lloraba. Lobo la asió también por un brazo y empujándonos hacia dentro, nos dijo:

-¡Qué a tiempo llegué, pimpollitos míos!

Hice un esfuerzo desesperado para desprenderme de sus garras y me desprendí. Él entonces alzó el grito, exclamando:

-¡Que se me escapa ese tuno... ladrones... acudan acá!

Subió precipitadamente D. Mauro, reuniose en el portal alguna gente, y acertando a llegar Restituta, poco después me encontraba entre ambos Requejos como Cristo entre los dos ladrones. Inés desmayada, era sostenida por el escribano.



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- XXIII -

-Pero si apenas puedo creerlo -exclamaba mi ama-. ¡Con que la señorita huía con Gabriel! Tunante, ladroncillo, y cómo nos engañaba con su carita de Pascua. Ven acá -añadió dándome golpes-. ¿A dónde ibas con Inesilla, monstruo? ¿Qué te han -214- 11 dado por entregarla, ladrón de doncellas? A la cárcel, a presidio pronto, si es que no le desollamos vivo. Pero di, ¿robabas a Inés?

-¡Sí, vieja bruja! -respondí con furia-. ¡Me iba con ella!

-Pues ahora vas a ir por el balcón a la calle -dijo D. Mauro, clavando en mi cuerpo su poderosa zarpa.

Francamente, señores, creí que había llegado mi último instante entre aquellos tres bárbaros, que, cada cual según su estilo peculiar, me mortificaban a porfía. De todos los golpes y vejaciones que allí recibí, les aseguro a Vds. que nada me dolía tanto como los pellizcos de doña Restituta, cuyos dedos, imitando los furiosos picotazos de un ave de rapiña, se cebaban allí donde encontraban más carne.

-Y sin duda fuiste tú quien mandó a aquella maldita mujer, para sacarme de la casa, pues en la plazuela de Afligidos no hay ya rastros de almoneda. Este chico merece la horca, sí, Sr. de Lobo, la horca.

-¡Y la muy andrajosa de mi sobrina se marchaba tan contenta! -dijo Requejo, encerrando de nuevo a Inés en el miserable cuartucho.

-Si tenemos metido el infierno dentro de la casa -añadió Restituta-. La horca, sí señor, la horca, Sr. de Lobo. No tiene Vd. pizca de caridad si no -215- se lo dice al señor alcalde de casa y corte. ¡Pero cómo nos engañaba este dragoncillo! Si esto es para morirse uno de rabia.

El leguleyo tomó entonces la autorizada palabra, y extendiendo sobre mi cabeza sus brazos en la actitud propia de esa tutelar justicia que ampara hasta a los criminales, dijo:

-Moderen Vds. su justa cólera y óiganme un instante. Ya les he dicho que ahora nos ocupamos celosísimamente de hacer un benemérito expurgo descubriendo y desenmascarando a todas las indignas personas que fueron protegidas por el príncipe de la Paz; ese monstruo, señora, ese vil mercader, ese infame favorito... ¡gracias a Dios que está caído y podemos insultarle sin miedo! Pues como decía, para que la nación se vea libre de pícaros, a todos los que con él sirvieron, les quitamos ahora sus destinos, si no pagan sus crímenes en la cárcel o en el destierro. Si vieran Vds., amigos míos, cómo me estoy luciendo en estas pesquisas; si oyeran ustedes los elogios que he merecido de los principales servidores de la real persona...

-Pero ¿a qué viene tanta palabrería -dijo impaciente Requejo- ni qué tiene eso que ver?...

-Tiene que ver... -prosiguió el hombre de la justicia- porque ¿qué dirán mis señores D. Mauro y doña Restituta al saber que ese tramposo y embaucador chicuelo aquí presente, recibió favores del -216- Príncipe, y es el mismo Gabrielillo que desde hace quince días estamos buscando con los hígados en la boca mi compañero y yo?

Los Requejos macho y hembra se miraron con espanto.

-Pues oigan Vds. y tiemblen de indignación -prosiguió el leguleyo-. El día antes de su caída, el Sr. Godoy envió a la secretaría de Estado un volante mandando que se diese a este joven una plaza en las oficinas de la interpretación de lenguas. ¿Qué tal, señores? ¿Y por qué?, dirán Vds. Porque este joven parece que sabe latín, y compuso un poema en versos latinos; y algunos de esos alcahuetones que lo leyeron, fueron con el cuento al Príncipe, diciéndole que mi niño era un portento de sabiduría. ¡Mentiras y más mentiras! Ya se ve; cuando en la secretaría de Estado recibieron el volante, se escandalizaron, porque ya había caído el príncipe de la Paz, y aquellos eminentes repúblicos, después de poner en la calle a Moratín, esperaron a que se presentara este prodigio, si no para colocarlo, para verle al menos. Pero yo ando tras el objeto de que coloquen allí a un primo mío que sabe tres lenguas, el valenciano, el gallego y el castellano; así es que al punto mi compañero y yo pusimos una diligencia en busca para tener antecedentes de esta buena pieza, y hemos conseguido probar: que en Aranjuez vivía con el curita D. Celestino; otrosí que todos -217- los días iban ambos a casa de Godoy; otrosí, que el chico le escribía las cartas y las traía a Madrid los domingos al embajador de Francia; otrosí, que se disfrazaba para entrar en cierta taberna a oír lo que se decía, y otras muchas bribonadas de que en el supradicho protocolo tengo hecha detallada mención.

-¡Jesús, Dios nos ampare! Al santo patrono de la tienda debemos el haber descubierto a tiempo lo que teníamos en casa -dijo Restituta.

-Por supuesto, que lo del latín era pura farsa.

-Pues no hay que andarse con chiquitas -dijo mi amo- sino entregarle a la justicia.

-Eso corre de mi cuenta -repuso Lobo-. Veremos qué responde a los cargos que se le hacen en la sumaria como cómplice del cura castrense de Aranjuez. A éste no le hemos podido coger, y según las noticias que hoy recibí, ha desaparecido del Real Sitio. Es seguro que ha venido a Madrid, y lo que es aquí no se nos escapa.

-¡Cuidado con el sabandijo que tenía yo en mi casa! -vociferó D. Mauro, amenazando segunda vez poner fin a mis días-. Sr. de Lobo, quítemelo, quítemelo Vd. de entre las manos, porque acabo con él. Estoy furioso. ¡Qué día, señor San Antonio de mi alma! ¡Qué día!

-Yo me encargaré del mocito -dijo Lobo-. Lo único que les pido, es que me lo guarden hasta mañana.
-218-

-¿Hasta mañana?

-Este bandolero no puede quedar en la casa hasta mañana; no señor -objetó mi ama.

-¿No hay lugar seguro donde encerrarle?

-¡Oh!, pierda Vd. cuidado; que si lo guardamos en el sótano, estará como en un sepulcro -dijo Requejo-. Dificililla es la salida, y puedo irme tranquilo.

-¿Pero te vas, hermano? ¿A dónde vas de noche?

-¿A dónde he de ir? ¡Mil pares de demonios! ¿A dónde he de ir sino a Navalcarnero? ¿No saben ustedes lo que me pasa? ¿No les he contado?

-Nada nos ha dicho. Verdad es que con esta trapisonda de la sobrinita...

-Pues acabo de recibir una carta en que se me notifica que mi almacén de Navalcarnero ha sido robado. ¿Ves, hermana? ¡Esto es para volverse loco! Sí... me escribe D. Roque notificándome el robo, y diciéndome que acuda allí esta noche misma, si no quiero perderlo todo.

-¿Y va Vd.?

-Ahora mismo voy a buscar coche. Conque vean ustedes qué desastre. ¡Ay, Restituta! Bien te dije que no dejaras de encender la vela al santo patrono. ¿Ves? Esto es un castigo.

-En el cielo no gustan de despilfarros. ¿Vas allá? ¿Pero me dejas en la casa a este ladronzuelo?

-En el sótano, en el sótano: hasta mañana, hasta -219- que mi Sr. de Lobo disponga de él. ¿No puede hacerse cuenta de que le dejamos en la sepultura? Sólo Dios puede sacarle.

-¿Pero me quedo sola? ¡Ánimas benditas!

-Juan de Dios vendrá a eso de las diez. Ya le he dicho que se quedará en casa esta noche.

La conferencia terminó aquí, y sin más palabras, me encerraron en el sótano, a cuyo subterráneo aposentamiento daba entrada una gran compuerta por bajo el piso de la trastienda. Yo estaba medio aletargado por la rabia y el despecho de aquella situación terrible. Sentí que me impulsaban escalera abajo. D. Mauro cerró el escotillón, riendo con ese gozo felino que da la conciencia de la propia crueldad, y me encontré entre densas tinieblas. Mi amo había dicho bien al asegurar que allí estaba como en un sepulcro. Sólo Dios podía sacarme.

Para que se comprenda si ellos tenían confianza en la seguridad de mi cárcel, baste decir que allí tenían parte de su fortuna en un arca de hierro. Cuando me encerraban en compañía de su dinero, ¿tendrían mis amos la convicción de que era imposible la salida?

Hallábame en una de esas construcciones abovedadas con rosca de ladrillo, que sirven de fundamento a casi todas las casas de Madrid antiguas y modernas. Faltos de espacio superficial, los madrileños han buscado la extensión hasta el cielo y hacia el -220- abismo, de modo que cada albergue es una torre colocada sobre un pozo. La de mis amos no tenía en su sótano luces a la calle; la oscuridad era absoluta y el silencio también, excepto cuando pasaba algún coche. Extendiendo mis brazos a derecha, a izquierda y hacia arriba, tocaba ásperos ladrillos endurecidos por un siglo, no tan húmedos como los que describen los novelistas, cuando el hilo de sus relatos les lleva a alguna mazmorra donde ocurren maravillosas. Como he dicho, ni un ruido lejano, ni un rayo de luz turbaban la paz de aquel antro donde era posible llegar al convencimiento de no existir, existiendo. Todo un arsenal de herramientas no habría bastado a proporcionarme escapatoria, y pensar en la fuga, habría sido pensar en lo absurdo. No tenía más consuelo que la resignación, y me resigné. Estar allí dentro en plena soledad, en plena lobreguez, en pleno silencio, era como cuando cerramos los ojos encarcelándonos voluntariamente dentro de esa otra bóveda de nuestro pensamiento. Acosteme en el suelo rendido de fatiga y medité. Mi prisión no me parecía otra cosa que una prolongación de mi cerebro.

Quise pensar en varias cosas, pero no pude pensar más que en Dios. Reconociéndome absolutamente incapaz para vencer la desgracia, comprendí que la voluntad suprema había arrojado sobre mí tan gran pesadumbre de males, y cruzándome de brazos, -221- incliné la cabeza esperando que la misma voluntad suprema me descargase de ella. Como esta esperanza me infundió pronto una fe que hasta entonces en pocas ocasiones había tenido, creí firmemente que Dios me sacaría de allí, y con esta creencia empecé a adquirir un reposo moral y físico, precursor de cierto desvanecimiento parecido al sueño. El de la desgracia se diferencia mucho al sueño de todos los días, así es que el mío fue conforme al angustioso estado de mi alma, un sueño de esos en que se representa el malestar real que experimentamos, en proporciones informes, estrambóticas, monstruosas. Percibía vagamente figuras y formas de esas que no pertenecen al mundo visible, ni a la humanidad, ni a la fauna ni a la flora, ni al cielo ni a la tierra, sino a cierta misteriosa geología, a yacimientos que contradicen todas las leyes de la estática y la dinámica; percibía una fantástica y continuada concatenación de colores geométricos que se enredaban en mi cuerpo como culebras, y en aquella transmutación de lo físico y lo moral, se verificaba el fenómeno de que un color me dolía, y un objeto semejante a una espada, a un cangrejo o a un arpa pronunciaba palabras incomprensibles. ¿Quién no ha desvariado alguna vez con estos sueños de lo absurdo? Las ideas se mezclan con las visiones, y estas son aquellas y aquellas estas. En aquel laberinto, en aquella aberración, mi pensamiento formulaba sin cesar un silogismo -222- azul, verde, ahora con picos, después con curvas, más tarde irradiado, luego concéntrico, en seguida poligonal y dorado, y al fin pequeño como un punto, para luego ser grande como el universo. El interminable silogismo era: «La justicia triunfa siempre: los Requejos son unos pillos; Inés y yo somos personas honradas. Luego nosotros triunfaremos».

Así pasé mucho tiempo en poder de estos demonios del sueño, cuando percibí una claridad que no irradiaba de los focos de mi imaginación. ¿Estaba dormido o despierto? Híceme esta pregunta, y al punto contesté que no sabía. La claridad aumentaba, y un chirrido metálico produjo en mí cierto estremecimiento. Me moví, miré y vi las paredes del sótano, la bóveda de ladrillo y multitud de cajas llenas y vacías; a mi izquierda, una puerta que comunicaba con otro departamento subterráneo; a mi derecha, una escalera, por la cual descendía la claridad que llamaba mi atención. Estaba indudablemente despierto, y así lo reconocí. Miré a la escalera, y vi dos pies que se trasladaban lentamente de peldaño a peldaño. La luz de una linterna me deslumbró; pero en el foco de la repentina claridad distinguí una cara amarilla. Era la de Juan de Dios; era Juan de Dios en persona.

Cuando me vio, su espanto fue tan grande, que la linterna con que se alumbraba estuvo a punto de caer de sus manos. Temblando y mudo, me miraba como se mira una aparición diabólica o imagen evocada por la brujería.

Figuraos la impresión del que entra en un sepulcro no creyendo, como es natural, encontrar nada vivo, y encuentra un hombre que se mueve y no parece pertenecer al mundo de los muertos.



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- XXIV -

Santiguose Juan de Dios, y ya parecía dispuesto a huir como se huye de las apariciones de ultratumba, cuando le hablé para disipar su miedo.

-Juan de Dios, soy yo. ¿No sabía usted que estaba aquí?

-Gabriel, si lo veo y no lo creo. ¡Jesús, María y José! ¿Cómo has entrado aquí dentro?

-¿No sabe usted que me encerró don Mauro, al sorprenderme en el momento de arrojar la carta a la señorita Inés? Acababa usted de salir.

-¡No había vuelto hasta ahora! ¡Y te encerraron aquí! ¡Qué casualidad! Estoy absorto. Pero dime, ¿la carta...?

-Ella la tiene. No hay cuidado por eso. Después de habérsela dado, me entró tentación de hablar con ella. Toqué a la puerta, ¡ay!, este fue el crítico momento en que se apareció doña Restituta. Puede usted -224- figurarse lo demás. Gracias a Dios que viene una buena alma para ponerme en libertad. Dios le ha enviado a Vd.

-Óyeme, Gabrielillo -añadió con más sosiego-. Ya te dije que mi fortunilla la tengo depositada en poder de los Requejos. Si se la pido de improviso estoy seguro de que no me la han de dar. Por consiguiente, yo la tomo. Mira lo que hay allí.

Señaló al fondo del sótano contiguo, y vi un arca de hierro. Juan de Dios prosiguió de este modo.

-Yo tengo mi conciencia tranquila. No cojo más que lo mío, y antes moriría que tomar un ochavo más. Eso bien lo sabe el Santísimo Sacramento, que ya me conoce. Pero si en esta parte estoy tranquilo... ¡ay!, ya le he dicho al Santísimo Sacramento que estoy loco de amor y que me perdone los dos grandes pecados que he cometido hoy:

-¿Y qué pecados son esos?

-Trabajo me cuesta el decirlo; pero allá van para empezar desde ahora a purgarlos con la vergüenza que me causan. Los dos pecados son: haber escrito una carta falsa a D. Mauro para obligarle a ir a Navalcarnero, y haber hecho construir por un molde de cera la llave con que he entrado aquí, y la de la caja. La carta estaba perfectamente falsificada; las llaves no valen menos.

-¿Con que eso va a toda prisa? ¿Y nuestra chicuela?
-225-

-Esta noche me la llevo. ¡Ah!, ya habrá leído la carta. La habrá leído, sabrá que la quiero poner en libertad, y su inquietud, su agonía, su zozobra entre la esperanza y el temor serán inmensas. Dentro de un rato será mía. ¿Cuento contigo?

-Para lo que Vd. quiera. Pues no faltaba más -dije discurriendo cuál sería el mejor modo de burlar a un mismo tiempo a doña Restituta y a su prometido esposo.

-¡Ay!, tiemblo todo al pensar que pronto he de sacarla del poder de estas fieras -dijo Juan de Dios-. La pobrecita me estará esperando ya. ¿Qué te parece? ¡Ah!, he preguntado a varias personas por una isla desierta, y nadie me ha dado razón. ¿Esas que llaman las Canarias son desiertas? ¿Sabes tú a dónde caen? Creo que allá por el gran golfo, o como si dijéramos, entre la China y el Moro. ¿Por dónde se va?

-De eso sí que no sé palotada -contesté tratando de dejar a un lado la geografía-. Pero vamos a ver: ¿cómo piensa Vd. engañar a doña Restituta?

-Eso no me inquieta. La amarraremos tapándole la boca, pero sin hacerle daño, porque es una buena mujer como no sea para criar sobrinas... y ya ves. Hace veinte años que como el pan de esta casa. Si no fuera por esta terrible sofocación que me ha entrado... Gabriel yo me vuelvo loco; lo que no te sabré decir es si me vuelvo loco de alegría o de pena.

-¿Le parece a Vd. -dije, afectando oficiosidad-, -226- que suba pasito a pasito a ver si doña Restituta duerme o vela?

-Bien pensado. Mejor es que te estés en la trastienda de centinela, y en caso de que sientas ruido en el entresuelo me avisas al instante. Yo despacharé eso fácilmente.

No esperé a que me lo repitiera y subí. No, Gabriel no subía, volaba. Mi resolución, prontamente tomada, llevome sin vacilar al cuarto donde dormía Inés y velaba su feroz tía. Cuando esta sintió mis pasos, cuando oyó que alguien se acercaba, cuando llegué al cuarto, y me puso ante su vista, su terror no tuvo límites. Como no comprendía la posibilidad material de mi evasión, y era además mujer supersticiosa, no creyó sino que yo era el diablo en persona, o al menos hombre protegido por todos los diablos del infierno. Quedose muda de terror; quiso hablar y no pudo; quiso gritar y lanzó un aullido congojoso, cual si la apretaran el cuello. No queriendo yo perder un instante, me arrojé a sus plantas, exclamando con sofocante precipitación:

-Señora, ama mía, ama de mi corazón: óigame su merced, soy inocente. Perdóneme su merced. Quise revelarles a Vds. todo; pero aquellos hombres no me dejaron. Yo no intenté robar a Inés, quise sacarla de aquí para impedir que la robara su amante. ¿No sabe Vd. quién es? ¡Juan de Dios, Juan de Dios! ¡Ah!, ¡señora!, ¡y dudaba Vd. de mi fidelidad!
-227-

Restituta pasó del terror a la sorpresa, al asombro, al anonadamiento, a la estupidez.

-Juan de Dios! -exclamó-. ¡Juan de Dios! Mi... No, no puede ser... tú eres el demonio; Jesús, María y José. Por la señal de la santa cruz...

-¿Qué cruz ni cruz? ¿Quiere Vd. la prueba? Pues tome Vd. esa carta que el caballerito me dio para su novia -dije, entregándole la carta del mancebo.

Restituta la tomó en sus manos, frías como el mármol y temblorosas, recorrió muy deprisa sus once pliegos, examinó la firma y díjome después:

-¿Estoy soñando? Tú... eres Gabriel...¡Oh!, yo estoy loca... Ese miserable, a quien hemos dado de comer...

-¿Aún lo duda Vd.? -dije-. Pues en este momento Juan de Dios está en el sótano abriendo el arca del dinero.

No me es posible hacer formar idea del salto que dio Restituta. Creo que hasta la silla saltó también arrastrada por el espantoso sacudimiento de los nervios de la hermana del Sr. D. Mauro.

-Venga Vd. y lo verá con sus propios ojos -exclamé tomándola de la mano e impeliéndola hacia afuera.

Restituta me siguió, porque la curiosidad, la rabia, el mismo terror, la impulsaban tras mí. Tropezó mil veces. Su cuerpo temblaba, y con frecuencia llevábase las manos a los desgreñados pelos para arrancarse -228- algunos, o para echarlos todos hacia atrás. El extravío de sus ojos a nada es comparable, y a mí mismo, que ya creía tenerla vencida, me causaba miedo.

Llegamos a la boca del escotillón, y allí, mientras hería nuestros ojos la tenue claridad que del sótano salía, oímos claramente ruido de monedas. Juan de Dios contaba sus ahorros de veinte años. Cuando el tímpano de Restituta fue afectado de aquel vibrante sonido, un estremecimiento nervioso como el producido en la organización humana por la descarga de poderosas pilas eléctricas, sacudió sus miembros, precipitándose ciegamente por la escalera, exclamó:

-¡Malvado! ¡Así nos pagas el pan de veinte años!

Aún no habían llegado los resbaladizos pies de mi ama al quinto peldaño, cuando la pesada puerta del escotillón cayó, lanzada por mis manos. No había llave con qué cerrar, porque Juan de Dios la había quitado; pero al instante puse sobre la puerta una caja de latas de pomada, y luego dos, y luego cuatro, y después un fardo de tela, y otro y otro encima. En diez minutos puse sobre la entrada de la que había sido mi prisión un peso tal, que cuatro hombres fuertes no hubieran podido levantarlo desde abajo.

Concluido esto subí. Inés, despavorida y aterrada, no sabía a qué santo encomendarse.
-229-

-¡Ya eres libre, Inés! -exclamé con la mayor alegría-. Vístete, vámonos pronto. No perder un momento: puede venir el amo.

Vistiose tan precipitadamente, que la vi medio desnuda. Pero ni ella con el gran azoramiento de la prisa cayó en la cuenta de que me estaba mostrando su lindo cuerpo, ni yo me cuidaba más que de ayudarla a vestir, poniéndole enaguas, medias, zapatos, ligas. Al fin salimos de la casa y huimos a toda prisa de la calle de la Sal por temor de encontrar al licenciado Lobo o a mi amo. Hasta que no nos vimos en la Puerta del Sol, no tomamos aliento, y sintiéndome yo sin fuerzas, nos sentamos en un escalón junto a Mariblanca. Profundo silencio reinaba en la plaza: Madrid dormía sosegado y tranquilo. Paseé mi vista en derredor y no vi más que dos perros que se disputaban un hueso: el chorro de la fuente alegraba nuestras almas, con su parlero rumor.

-Ya estás libre, condesilla -dije reclinándome sobre el pecho de Inés-. Bendito sea Dios que nos ha sacado de allí. No te olvidaré nunca, horrenda noche de amargura; no te olvidaré nunca, risueña mañana de este día feliz. Estamos en lunes, día 2 del mes de Mayo.

Un rato permanecí en aquella actitud, porque estaba rendido de cansancio. El día se acercaba y se sentían los primeros y vagos rumores, desperezos -230- de la indolente ciudad que despierta. Por Oriente hacia el fin de la calle de Alcalá se veía el resplandor de la aurora, y cuando nos retirábamos, Inés y yo nos detuvimos un instante a contemplar el cielo que por aquella parte se teñía de un vivo color de sangre.



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- XXV -

Al entrar en mi casa, donde yo pensaba descansar un rato con Inés, antes de emprender la fuga, encontramos al buen D. Celestino que habiendo llegado la noche anterior, creyó conveniente albergarse en mi humilde posada antes que en otra cualquiera de las de la corte. Ya le había yo informado por escrito de la verdadera situación de las cosas en casa de los Requejos, así es que desde luego guardose de poner los pies en la famosa tienda. Él y nosotros nos alegramos mucho de vernos juntos, y apenas teníamos tiempo para preguntarnos nuestras mutuas desgracias, pues ya habrán comprendido Vds. que las del bondadoso sacerdote no eran menores que las nuestras.

-Pero hijos míos -nos dijo-, Dios nos ha de proteger. ¿Cómo es posible que los malvados triunfen fácilmente de los rectos de corazón? Vosotros huís -231- de la maldad de aquellos dos hermanos, y yo también huyo, yo también vengo aquí ocultando mi nombre honrado, porque me persiguen como a un criminal.

Al decir esto, el buen anciano derramó algunas lágrimas y nosotros para consolarle, le animábamos presentándole el espectáculo de nuestra alegría, y contábamos entre risas y chistes las extravagancias y tacañerías de los tíos de Inés.

-Dios nos ayudará -continuó el cura-. Veamos ahora cómo salimos de Madrid. ¡Oh qué persecución tan horrorosa! Me acusan de que fui amigo del príncipe de la Paz. Ya lo creo que fui amigo de S. A. No sólo amigo, sino aun creo que pariente. No puedes figurarte los líos que me han armado, Gabrielillo... y también te acusan a ti... ¡Has visto qué pícaros!... Que si escribíamos cartas... que si tú las llevabas... Verdad es que yo fui varias veces al palacio de S. A. para aconsejarle lo que me parecía conveniente para el bien de la nación; pero nunca le dije nada, porque con esta mi cortedad de genio... En resumen, hijo, sabiendo que me iban a prender, me puse en camino callandito, y pienso presentarme al señor Patriarca, para que disponga de mí. Pero oíd lo mejor. ¿Creeréis que ese tunante de Santurrias es quien más sañudamente me ha perseguido, dando testimonios falsos de mi conducta? Nada, nada; es cierto lo que yo dije en aquel sermón: ¿te acuerdas, -232- Gabriel? Dije que la ingratitud es el más feo monstruo que existe sobre la tierra. Vilissima et turpissima hydra. ¡Quién lo había de pensar!

-Ahora pensemos, señor cura, cómo nos las vamos a componer para salir de este laberinto. ¿A dónde vamos? ¿Qué recursos tenemos?

-Hijo mío, Dios no ha de desampararnos. Confiemos en él, y entre tanto oye un proyecto que esta madrugada me ha ocurrido. Hace ocho días estaba en Aranjuez la señora marquesa de***, persona discreta, muy temerosa de Dios, y de tan buen corazón, que remedia cuantas necesidades llegan a su noticia. Visitome ella varias veces, la visité yo también, y según me decía, mi trato le era sumamente agradable. Esto lo diría por urbanidad. Me preguntaba mucho por Inés, mostrando grandísimos deseos de conocerla, y cuando por última vez la vi, suplicome encarecidamente que si alguna vez pasaba a la corte, no dejase de acudir a su casa, en compañía de mi sobrina. Esto me lo repitió muchas veces, y su empeño por ver a la sobrinilla, me ha llamado mucho la atención.

-También a mí -repuse-. Conozco a la señora marquesa, en cuyo palacio representé cierto papel de traidor, de que no quisiera acordarme. Era en la misma casa donde Vds. vivían.

-Pero la señora marquesa no vive ahora allí, pues durante la primavera se traslada a la casa de su hermano, -233- allá por la cuesta de la Vega, en un palacio que tiene muy amenos jardines, y espacioso horizonte hacia la parte del Manzanares. Allí encontraremos hoy a esa insigne señora, honor de la hispana grandeza. ¿Por qué no acudir a ella? Me ha dicho infinitas veces que desea servirme, tanto a mí como a mi sobrina, y que espera con ansia el momento en que yo quiera usar de su poder y valimiento para cualquier asunto.

-En esa señora nos manda Dios un comisionado para salir de este apuro -dije yo sintiéndome con mayores ánimos-. Le contaremos lo que nos pasa, comprenderá con cuánta injusticia se nos persigue, y cuando vea a Inés... ¡Ay!, se me figura que el empeño de la marquesa en ver a Inés no es simple curiosidad. En fin: visitarémosla hoy mismo y Dios dirá.

-Temo salir a la calle.

-Yo también; pero es preciso salir, no es cosa de que andemos por los tejados. Si quiere usted iré yo ahora mismo a casa de la señora marquesa, que ya me conoce, y diciéndole que voy de parte de Vd. le pintaré la situación en que nos encontramos, hablándole también de Inesilla, que es sin duda lo que le interesa más.

-Me parece bien; ¿y si te ven?

-Iré por calles extraviadas, y en caso de apuro, no me faltan piernas con que perderme de vista.
-234-

Yo estaba dominado por vivísima excitación, y cuando adoptaba un plan, cada segundo que transcurría sin ponerlo por obra, parecíame un siglo. No me era posible entregarme al reposo sin dar aquel paso en un camino que me parecía conducir a lugar seguro en nuestro desgraciado aislamiento. Inés no podía descansar tampoco, y su espíritu, no repuesto del azoramiento y zozobra de la madrugada anterior, era impresionado fuertemente por cuanto veía. Asomábase a la ventana que caía hacia la calle de San José, frente al parque de artillería, y como la vivienda era piso principal bajando del cielo, se veía el gran patio interior de aquel establecimiento de guerra, con los cañones y demás pertrechos, puestos en ordenadas filas a un lado y otro.

-Esto que ves es el parque de artillería, niña -le dijo D. Celestino-. ¿Ves?, en aquellos grandes edificios se alojan los artilleros. Mira, salen algunos con un carro para ir a casa del abastecedor en busca de las provisiones.

-¿Y esas montañitas tan bonitas, formadas por cosas negras y redondas, iguales todas y puestas con mucho orden? -preguntó la muchacha, sin dar tregua a su admiración.

-Esas son balas, chicuela -repuso el clérigo-. Los hombres han inventado esos juguetes para matarse unos a otros.

-Esas balas se meten en los cañones que están -235- allí junto -dije yo, queriendo mostrar mi erudición- y poniendo también pólvora y un cartucho se dispara y es muy bonito. Hace un ruido, chiquilla, que se vuelve uno loco. ¡Si vieras cómo me lucí en el combate de Trafalgar! ¡Si tú me hubieras visto!... Lo menos maté mil ingleses.

-Quiten para allá -exclamó con miedo D. Celestino-. Sólo de pensar que eso se dispara me pongo a temblar.

Y se retiraron de la ventana. Yo aconsejé a Inés que descansara, y salí a la calle después que D. Celestino, echándome algunas bendiciones, rezó un pater noster por mi seguridad y buena suerte en la comisión que iba a desempeñar.

Alejándome todo lo posible del centro de la villa, llegué a la plazuela de Palacio, donde me detuvo un obstáculo casi insuperable; un gran gentío, que bajando de las calles del Viento, de Rebeque, del Factor, de Noblejas y de las plazuelas de San Gil y del Tufo, invadía toda la calle Nueva y parte de la plazuela de la Armería. Pensando que sería probable encontrar entre tanta gente al licenciado Lobo, procuré abrirme paso hasta rebasar tan molesta compañía; pero esto era punto menos que imposible, porque me encontraba envuelto, arrastrado por aquel inmenso oleaje humano, contra el cual era difícil luchar.

Yo estaba tan preocupado con mis propios asuntos, -236- que durante algún tiempo no discurrí sobre la causa de aquella tan grande y ruidosa reunión de gente, ni sobre lo que pedía, porque indudablemente pedía o manifestaba desear alguna cosa. Después de recibir algunos porrazos y tropezar repetidas veces, me detuve arrimado al muro de Palacio, y pregunté a los que me rodeaban:

-¿Pero qué quiere toda esa gente?

-Es que se van, se los llevan -me dijo un chispero-, y eso no lo hemos de consentir.

El lector comprenderá que no me importaba gran cosa que se fueran o dejaran de irse los que lo tuvieran por conveniente, así es que intenté seguir mi camino. Poco había adelantado, cuando me sentí cogido por un brazo. Estremecime de terror creyendo que estaba nuevamente en las garras del licenciado; pero no se asusten Vds.: era Pacorro Chinitas.

-¿Con que parece que se los llevan? -me dijo.

-¿A los infantes? Eso dicen; pero te aseguro, Chinitas que eso me tiene sin cuidado.

-Pues a mí no. Hasta aquí llegó la cosa, hasta aquí aguantamos, y de aquí no ha de pasar. Tú eres un chiquillo y no piensas más que en jugar, y por eso no te importa.

-Francamente, Chinitas, yo tengo que ocuparme demasiado de lo que a mí me pasa.

-Tú no eres español -me dijo el amolador con gravedad.
-237-

-Sí que lo soy -repuse.

-Pues entonces no tienes corazón, ni eres hombre para nada.

-Sí que soy hombre y tengo corazón para lo que sea preciso.

-Pues entonces, ¿qué haces ahí como un marmolillo? ¿No tienes armas? Coge una piedra y rómpele la cabeza al primer francés que se te ponga por delante.

-Han pasado sin duda cosas que yo no sé, porque he estado muchos días sin salir a la calle.

-No, no ha pasado nada todavía, pero pasará. ¡Ah! Gabrielillo, lo que yo te decía ha salido cierto. Todos se han equivocado, menos el amolador. Todos se han ido y nos han dejado solos con los franceses. Ya no tenemos Rey, ni más gobierno que esos cuatro carcamales de la Junta.

Yo me encogí de hombros, no comprendiendo por qué estábamos sin Rey y sin más gobierno que los cuatro carcamales de la Junta.

-Gabriel -me dijo mi amigo después de un rato- ¿te gusta que te manden los franceses, y que con su lengua que no entiendes, te digan «haz esto o haz lo otro», y que se entren en tu casa, y que te hagan ser soldado de Napoleón, y que España no sea España, vamos al decir, que nosotros no seamos como nos da la gana de ser, sino como el Emperador quiera que seamos?

-¿Qué me ha de gustar? Pero eso es pura fantasía -238- tuya. ¿Los franceses son los que nos mandan? ¡Quia! Nuestro Rey, cualquiera que sea, no lo consentiría.

-No tenemos Rey.

-¿Pero no habrá en la familia otro que se ponga la corona?

-Se llevan todos los infantes.

-Pero habrá grandes de España y señores de muchas campanillas, y generales y ministros que les digan a los ministros: «Señores, hasta aquí llegó. Ni un paso más».

-Los señores de muchas campanillas se han ido a Bayona, y allí andan a la greña por saber si obedecen al padre o al hijo.

-Pero aquí tenemos tropas que no consentirán...

-El Rey les ha mandado que sean amigos de los franceses y que les dejen hacer.

-Pero son españoles, y tal vez no obedezcan esa barbaridad; porque dime: si los franceses nos quieren mandar, ¿es posible que un español de los que vistan uniforme lo consienta?

-El soldado español no puede ver al francés pero son uno por cada veinte. Poquito a poquito se han ido entrando, entrando, y ahora, Gabriel, esta baldosa en que ponemos los pies es tierra del emperador Napoleón.

-¡Oh, Chinitas! Me haces temblar de cólera. Eso -239- no se puede aguantar, no señor. Si las cosas van como dices, tú y todos los demás españoles que tengan vergüenza cogerán un arma, y entonces...

-No tenemos armas.

-Entonces, Chinitas, ¿qué remedio hay? Yo creo que si todos, todos, todos dicen: «vamos a ellos», los franceses tendrán que retirarse.

-Napoleón ha vencido a todas las naciones.

-Pues entonces echémonos a llorar y metámonos en nuestras casas.

-¿Llorar? -exclamó el amolador cerrando los puños-. Si todos pensaran como yo... No se puede decir lo que sucederá, pero... Mira: yo soy hombre de paz, pero cuando veo que estos condenados franceses se van metiendo callandito en España diciendo que somos amigos: cuando veo que se llevan engañado al Rey; cuando les veo por esas calles echando facha y bebiéndose el mundo de un sorbo; cuando pienso que ellos están muy creídos de que nos han metido en un puño por los siglos de los siglos, me dan ganas... no de llorar, sino de matar, pongo el caso, pues... quiero decir que si un francés pasa y me toca con su codo en el pelo de la ropa, levanto la mano... mejor dicho... abro la boca y me lo como. Y cuidado, que un francés me enseñó el oficio que tengo. El francés me gusta; pero allá en su tierra.


-240-
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- XXVI -

Durante nuestra conversación advertí que la multitud aumentaba, apretándose más. Componíanla personas de ambos sexos y de todas las clases de la sociedad, espontáneamente venidas por uno de esos llamamientos morales, íntimos, misteriosos, informulados, que no parten de ninguna voz oficial, y resuenan de improviso en los oídos de un pueblo entero, hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración. La campana de ese arrebato glorioso no suena sino cuando son muchos los corazones dispuestos a palpitar en concordancia con su anhelante ritmo, y raras veces presenta la historia ejemplos como aquel, porque el sentimiento patrio no hace milagros sino cuando es una condensación colosal, una unidad sin discrepancias de ningún género, y por lo tanto una fuerza irresistible y superior a cuantos obstáculos pueden oponerle los recursos materiales, el genio militar y la muchedumbre de enemigos. El más poderoso genio de la guerra es la conciencia nacional, y la disciplina que da más cohesión el patriotismo.

Estas reflexiones se me ocurren ahora recordando aquellos sucesos. Entonces, y en la famosa mañana -241- de que me ocupo, no estaba mi ánimo para consideraciones de tal índole, mucho menos en presencia de un conflicto popular que de minuto en minuto tomaba proporciones graves. La ansiedad crecía por momentos: en los semblantes había más que ira, aquella tristeza profunda que precede a las grandes resoluciones, y mientras algunas mujeres proferían gritos lastimosos, oí a muchos hombres discutiendo en voz baja planes de no sé qué inverosímil lucha.

El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto se unió a aquél otro oficial español que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una pequeña fuerza francesa puso fin a aquel incidente. Como avanzaba la mañana, no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.

-¡Que viene la artillería! -clamaron algunos.

Pero lejos de determinar la presencia de los artilleros una dispersión general, casi toda la multitud corría hacia la calle Nueva12. La curiosidad pudo -242- en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló la sangre en mis venas; y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Aquel fue uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos que huían con pavor, y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión, y corrieron todos hacia la calle Mayor. No se oían más voces que «armas, armas, armas». Los que13 no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones, y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía con tal que sirviera para matar.

El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente -243- preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.

La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio, renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11 todas las calles de Madrid presentaban el mismo aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos.

En el Pretil de los Consejos, por San Justo y por la plazuela de la Villa, la irrupción de gente armada viniendo de los barrios bajos era considerable; mas por donde vi aparecer después mayor número de hombres y mujeres, y hasta enjambres de chicos y algunos viejos fue por la plaza Mayor y los portales llamados de Bringas. Hacia la esquina de la calle de Milaneses, frente a la Cava de San Miguel, presencié el primer choque del pueblo con los invasores, porque habiendo aparecido como una veintena de franceses que acudían a incorporarse a sus regimientos, fueron atacados de improviso por una cuadrilla de mujeres ayudadas por media docena de hombres. Aquella lucha no se parecía a ninguna peripecia de los combates ordinarios, pues consistía en reunirse -244- súbitamente envolviéndose y atacándose sin reparar en el número ni en la fuerza del contrario. Los extranjeros se defendían con su certera puntería y sus buenas armas: pero no contaban con la multitud de brazos que les ceñían por detrás y por delante, como rejos de un inmenso pulpo; ni con el incansable pinchar de millares de herramientas, esgrimidas contra ellos con un desorden y una multiplicidad semejante al de un ametrallamiento a mano; ni con la espantosa centuplicación de pequeñas fuerzas que sin matar imposibilitaban la defensa. Algunas veces esta superioridad de los madrileños era tan grande, que no podía menos de ser generosa; pues cuando los enemigos aparecían en número escaso, se abría para ellos un portal o tienda donde quedaban a salvo, y muchos de los que se alojaban en las casas de aquella calle debieron la vida a la tenacidad con que sus patronos les impidieron la salida.

No se salvaron tres de a caballo que corrían a todo escape hacia la Puerta del Sol. Se les hicieron varios disparos; pero irritados ellos cargaron sobre un grupo apostado en la esquina del callejón de la Chamberga, y bien pronto viéronse envueltos por el paisanaje. De un fuerte sablazo, el más audaz de los tres abrió la cabeza a una infeliz maja en el instante en que daba a su marido el fusil recién cargado, y la imprecación de la furiosa mujer al caer herida al suelo, espoleó el coraje de los hombres. La lucha -245- se trabó entonces cuerpo a cuerpo y a arma blanca.

Entretanto yo corrí hacia la Puerta del Sol buscando lugar más seguro, y en los portales de Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosa salió del grupo cercano exclamando con frenesí:

-¡Han matado a Bastiana! Más de veinte hombres hay aquí y denguno vale un rial. Canallas; ¿para qué os ponéis bragas si tenéis almas de pitiminí?

-Mujer -dijo Chinitas cargando su escopeta- quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo.

-Cobardón, calzonazos, corazón de albondiguilla -dijo la Primorosa pugnando por arrancar el arma a su marido-. Con el aire que hago moviéndome, mato yo más franceses que tú con un cañón de a ocho.

Entonces uno de los de a caballo se lanzó al galope hacia nosotros blandiendo su sable.

-¡Menegilda!, ¿tienes navaja? -exclamó la esposa de Chinitas con desesperación.

-Tengo tres, la de cortar, la de picar y el cuchillo grande.

-¡Aquí estamos, espanta-cuervos! -gritó la maja tomando de manos de su amiga un cuchillo carnicero cuya sola vista causaba espanto.

El coracero clavó las espuelas a su corcel y despreciando los tiros se arrojó sobre el grupo. Yo vi -246- las patas del corpulento animal sobre los hombros de la Primorosa; pero ésta, agachándose más ligera que el rayo, hundió su cuchillo en el pecho del caballo. Con la violenta caída, el jinete quedó indefenso, y mientras la cabalgadura expiraba con horrible pataleo, lanzando ardientes resoplidos, el soldado proseguía el combate ayudado por otros cuatro que a la sazón llegaron.

Chinitas, herido en la frente y con una oreja menos, se había retirado como a unas diez varas más allá, y cargaba un fusil en el callejón del Triunfo, mientras la Primorosa le envolvía un pañuelo en la cabeza, diciéndole:

-Si te moverás al fin. No parece sino que tienes en cada pata las pesas del reló de Buen Suceso.

El amolador se volvió hacia mí y me dijo:

-Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lo tienes en la mano para escarbarte los dientes?

En efecto, yo tenía en mis manos un fusil sin que hasta aquel instante me hubiese dado cuenta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo? Lo más probable es que lo recogí maquinalmente, hallándose cercano al lugar de la lucha, y cuando caía sin duda de manos de algún combatiente herido; pero mi turbación y estupor eran tan grandes ante aquella escena, que ni aun acertaba a hacerme cargo de lo que tenía entre las manos.

-¿Pa qué está aquí esa lombriz? -dijo la Primorosa -247- encarándose conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada-. Descosío: coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?

-Vamos: aquí no hay nada que hacer -afirmó Chinitas, encaminándose con sus compañeros hacia la Puerta del Sol.

Echeme el fusil al hombro y les seguí. La Primorosa seguía burlándose de mi poca aptitud para el manejo de las armas de fuego.

-¿Se acabaron los franceses? -dijo una maja mirando a todos lados-. ¿Se han acabado?

-No hemos dejado uno pa simiente de rábanos -contestó la Primorosa-. ¡Viva España y el Rey Fernando!

En efecto, no se veía ningún francés en toda la calle Mayor; pero no distábamos mucho de las gradas de San Felipe, cuando sentimos ruido de tambores, después ruido de cornetas, después pisadas de caballos, después estruendo de cureñas rodando con precipitación. El drama no había empezado todavía realmente. Nos detuvimos, y advertí que los paisanos se miraban unos a otros, consultándose mudamente sobre la importancia de las fuerzas ya cercanas. Aquellos infelices madrileños habían sostenido una lucha terrible con los soldados que encontraron al paso, y no contaban con las formidables divisiones y cuerpos de ejército que se acampaban en las cercanías de Madrid. No habían medido los alcances -248- y las consecuencias de su calaverada, ni aunque los midieran, habrían retrocedido en aquel movimiento impremeditado y sublime que les impulsó a rechazar fuerzas tan superiores. Había llegado el momento de que los paisanos de la calle Mayor pudieran contar el número de armas que apuntaban a sus pechos, porque por la calle de la Montera apareció un cuerpo de ejército, por la de Carretas otro, y por la Carrera de San Jerónimo el tercero, que era el más formidable.

-¿Son muchos? -preguntó la Primorosa.

-Muchísimos, y también vienen por esta calle. Allá por Platerías se siente ruido de tambores.

Frente a nosotros y a nuestra espalda teníamos a los infantes, a los jinetes y a los artilleros de Austerlitz. Viéndoles, la Primorosa reía; pero yo... no puedo menos de confesarlo... yo temblaba.



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- XXVII -

Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del Sol y comenzar el ataque, fueron sucesos ocurridos en un mismo instante. Yo creo que los franceses, a pesar de su superioridad numérica y material, estaban más aturdidos que los españoles; así es que en vez de comenzar poniendo en juego la caballería, -249- hicieron uso de la metralla desde los primeros momentos.

La lucha, mejor dicho, la carnicería era espantosa en la Puerta del Sol. Cuando cesó el fuego y comenzaron a funcionar los caballos, la guardia polaca llamada noble, y los famosos mamelucos cayeron a sablazos sobre el pueblo, siendo los ocupadores de la calle Mayor los que alcanzamos la peor parte, porque por uno y otro flanco nos atacaban los feroces jinetes. El peligro no me impedía observar quién estaba en torno mío, y así puedo decir que sostenían mi valor vacilante además de la Primorosa, un señor grave y bien vestido que parecía aristócrata, y dos honradísimos tenderos de la misma calle, a quienes yo de antiguo conocía.

Teníamos a mano izquierda el callejón de la Duda; como sitio estratégico que nos sirviera de parapeto y de camino para la fuga, y desde allí el señor noble y yo, dirigíamos nuestros tiros a los primeros mamelucos que aparecieron en la calle. Debo advertir, que los tiradores formábamos una especie de retaguardia o reserva, porque los verdaderos y más aguerridos combatientes, eran los que luchaban a arma blanca entre la caballería. También de los balcones salían muchos tiros de pistola y gran número de armas arrojadizas, como tiestos, ladrillos, pucheros, pesas de reló, etc.

-Ven acá, Judas Iscariote -exclamó la Primorosa, -250- dirigiendo los puños hacia un mameluco que hacía estragos en el portal de la c asa de Oñate-. ¡Y no hay quien te meta una libra de pólvora en el cuerpo! ¡Eh, so estantigua!, ¿pa qué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla, echa fuego por ese fusil, o te saco los ojos.

Las imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro tras tiro.

Pero aquel fuego mal dirigido no nos valía gran cosa, porque los mamelucos habían conseguido despejar a golpes gran parte de la calle, y adelantaban de minuto en minuto.

-A ellos, muchachos -exclamó la maja, adelantándose al encuentro de una pareja de jinetes, cuyos caballos venían hacia nosotros.

Ustedes no pueden figurarse cómo eran aquellos combates parciales. Mientras desde las ventanas y desde la calle se les hacía fuego, los manolos les atacaban navaja en mano, y las mujeres clavaban sus dedos en la cabeza del caballo, o saltaban, asiendo por los brazos al jinete. Este recibía auxilio, y al instante acudían dos, tres, diez, veinte, que eran atacados de la misma manera, y se formaba una confusión, una mescolanza horrible y sangrienta que no se puede pintar. Los caballos vencían al fin y avanzaban al galope, y cuando la multitud encontrándose libre se extendía hacia la Puerta del Sol, una lluvia de metralla le cerraba el paso.
-251-

Perdí de vista a la Primorosa en uno de aquellos espantosos choques; pero al poco rato la vi reaparecer lamentándose de haber perdido su cuchillo, y me arrancó el fusil de las manos con tanta fuerza, que no pude impedirlo. Quedé desarmado en el mismo momento en que una fuerte embestida de los franceses nos hizo recular a la acera de San Felipe el Real. El anciano noble fue herido junto a mí: quise sostenerle; pero deslizándose de mis manos, cayó exclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva España!».

Aquel instante fue terrible, porque nos acuchillaron sin piedad; pero quiso mi buena estrella, que siendo yo de los más cercanos a la pared, tuviera delante de mí una muralla de carne humana que me defendía del plomo y del hierro. En cambio era tan fuertemente comprimido contra la pared, que casi llegué a creer que moría aplastado. Aquella masa de gente se replegó por la calle Mayor, y como el violento retroceso nos obligara a invadir una casa de las que hoy deben tener la numeración desde el 21 al 25, entramos decididos a continuar la lucha desde los balcones. No achaquen Vds. a petulancia el que diga nosotros, pues yo, aunque al principio me vi comprendido entre los sublevados como al acaso y sin ninguna iniciativa de mi parte, después el ardor de la refriega, el odio contra los franceses que se comunicaba de corazón a corazón de un modo pasmoso, me indujeron a obrar enérgicamente en pro -252- de los míos. Yo creo que en aquella ocasión memorable hubiérame puesto al nivel de algunos que me rodeaban, si el recuerdo de Inés y la consideración de que corría algún peligro no aflojaran mi valor a cada instante.

Invadiendo la casa, la ocupamos desde el piso bajo a las buhardillas: por todas las ventanas se hacía fuego arrojando al mismo tiempo cuanto la diligente valentía de sus moradores encontraba a mano. En el piso segundo un padre anciano, sosteniendo a sus dos hijas que medio desmayadas se abrazaban a sus rodillas, nos decía: «Haced fuego; coged lo que os convenga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi escopeta de caza. Arrojad mis muebles por el balcón, y perezcamos todos y húndase mi casa si bajo sus escombros ha de quedar sepultada esa canalla. ¡Viva Femando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!».

Estas palabras reanimaban a las dos doncellas, y la menor nos conducía a una habitación contigua, desde donde podíamos dirigir mejor el fuego. Pero nos escaseó la pólvora, nos faltó al fin, y al cuarto de hora de nuestra entrada ya los mamelucos daban violentos golpes en la puerta.

-Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo a la calle -nos dijo el anciano-. Ánimo, hijas mías. No lloréis. En este día el llanto es indigno aun en las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéis lo que es -253- España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Napoleón!

Entretanto los franceses asaltaban la casa, mientras otros de los suyos cometían las mayores atrocidades en la de Oñate.

-Ya entran, nos cogen y estamos perdidos -exclamamos con terror, sintiendo que los mamelucos se encarnizaban en los defensores del piso bajo.

-Subid a la buhardilla -nos dijo el anciano con frenesí- y saliendo al tejado, echad por el cañón de la escalera todas las tejas que podáis levantar. ¿Subirán los caballos de estos monstruos hasta el techo?

Las dos muchachas, medio muertas de terror, se enlazaban a los brazos de su padre, rogándole que huyese.

-¡Huir! -exclamaba el viejo-. No, mil veces no. Enseñemos a esos bandoleros cómo se defiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego, y apresarán nuestras cenizas, no nuestras personas.

Los mamelucos subían. Estábamos perdidos. Yo me acordé de la pobre Inés, y me sentí más cobarde que nunca. Pero algunos de los nuestros habíanse en tanto internado en la casa, y con fuerte palanca -254- rompían el tabique de una de las habitaciones más escondidas. Al ruido, acudí allá velozmente, con la esperanza de encontrar escapatoria, y en efecto vi que habían abierto en la medianería un gran agujero, por donde podía pasarse a la casa inmediata. Nos hablaron de la otra parte, ofreciéndonos socorro, y nos apresuramos a pasar; pero antes de que estuviéramos del opuesto lado sentimos, a los mamelucos y otros soldados franceses vociferando en las habitaciones principales: oyose un tiro; después una de las muchachas lanzó un grito espantoso y desgarrador. Lo que allí debió ocurrir no es para contado.

Cuando pasamos a la casa contigua, con ánimo de tomar inmediatamente la calle, nos vimos en una habitación pequeña y algo oscura, donde distinguí dos hombres, que nos miraban con espanto. Yo me aterré también en su presencia, porque eran el uno el licenciado Lobo, y el otro Juan de Dios.

Habíamos pasado a una casa de la calle de Postas, a la misma casa en cuyo cuarto entresuelo había yo vivido hasta el día anterior al servicio de los Requejos. Estábamos en el piso segundo, vivienda del leguleyo trapisondista. El terror de este era tan grande que al vernos dijo:

-¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya? Huyamos.

Juan de Dios estaba también tan pálido y alterado, que era difícil reconocerle.
-255-

-¡Gabriel! -exclamó al verme-. ¡Ah!, tunante; ¿qué has hecho de Inés?

-Los franceses, los franceses -exclamó Lobo saliendo a toda prisa de la habitación y bajando la escalera de cuatro en cuatro peldaños-. ¡Huyamos!

La esposa del licenciado y sus tres hijas, trémulas de miedo, corrían de aquí para allí, recogiendo algunos objetos para salir a la calle. No era ocasión de disputar con Juan de Dios, ni de darnos explicaciones sobre los sucesos de la madrugada anterior, así es que salimos a todo escape, temiendo que los mamelucos invadieran aquella casa.

El mancebo no se separaba de mí, mientras que Lobo, harto ocupado de su propia seguridad, se cuidaba de mi presencia tanto como si yo no existiera.

-¿A dónde vamos? -preguntó una de las niñas al salir-. ¿A la calle de San Pedro la Nueva, en casa de la primita?

-¿Estáis locas? ¿Frente al parque de Monteleón?

-Allí se están batiendo -dijo Juan de Dios-. Se ha empeñado un combate terrible, porque la artillería española no quiere soltar el parque.

-¡Dios mío! ¡Corro allá! -exclamé sin poderme contener.

-¡Perro! -gritó Juan de Dios, asiéndome por un brazo-. ¿Allí la tienes guardada?

-Sí, allí está -contesté sin vacilar-. Corramos.
-256-

Juan de Dios y yo partimos como dos insensatos en dirección a mi casa.

En nuestra carrera no reparábamos en los mil peligros que a cada paso ofrecían las calles y plazas de Madrid, y andábamos sin cesar, tomando las vías más apartadas del centro, con tantas vueltas y rodeos, que empleamos cerca de dos horas para llegar a la puerta de Fuencarral por los pozos de nieve. Por un largo rato, ni yo hablaba a mi acompañante, ni él a mí tampoco, hasta que al fin Juan de Dios, con voz entrecortada por el fatigoso aliento, me dijo:

-¿Pero tú sacaste a Inés para entregármela después, o eres un tunante ladrón digno de ser fusilado por los franceses?

-Sr. Juan de Dios -repuse apretando más el paso-. No es ocasión de disputar, y vamos más a prisa, porque si los franceses llegan a meterse en mi casa...

-¡Cuánto se asustará la pobrecita! Pero di, ¿por qué la sacaste, por qué me encontré encerrado en el sótano con aquella maldita mujer...? ¡Oh!, me falta el aliento; pero no nos detengamos... ¿Inés no se asustó al verse en tu poder? ¿No te preguntó por mí, no te rogó que me llevases a su lado? ¡Qué confusión! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Quién eres tú? ¿Eres un infame o un hombre de bien? Ya me darás -257- cuenta y razón de todo. ¡Ay!, cuando me encontré en el sótano con Restituta... ¿Ves este rasguño que tengo en la mano?... Yo me quedé azorado y mudo de espanto cuando la vi. ¡Qué desdicha! Creo que fue castigo de Dios por los pecadillos de que te hablé... Ella me insultaba llamándome ladrón, y a mí un sudor se me iba y otro se me venía. Luego que tratamos de salir... La compuerta cerrada... ella parecía una gata rabiosa. ¿Ves este arañazo que tengo en la cara...? Descansemos un rato, porque me ahogo. ¿No llegamos nunca a tu casa? ¿Y mi Inés está allí? Pero tunante, modera un poco el paso y dime: ¿Inés me espera? ¿Te mandó en busca mía? ¿Sabe que a mí me debe su libertad? Gabriel, te juro que tengo la cabeza como una jaula de grillos, y que no sé qué pensar. Cuando vi entrar a Restituta... ¿Creerás que no puedo apartar de mi memoria su repugnante imagen? Lo que dije... aquellos dos pecadillos... Pero en cuanto Inés esté a mi lado, me confesaré... El Santísimo Sacramento sabe que mi intención es buena, y que el inmenso, el loco amor que me domina es causa de todo... ¿Pero no hablas? ¿Estás mudo? ¿Inés me espera? Dímelo francamente y no me hagas padecer. ¿Está contenta, está triste? ¿Ella quiso desde luego salir contigo para esperarme fuera?... ¡Mil demonios! ¿Cuándo llegamos a tu casa? Me aguarda, ¿no es verdad? Ahora le hablaré cara a cara por primera vez. ¿Sabes que me da vergüenza?... -258- Pero ella quizás me dirá primero algunas palabras, dándome pie para que después siga yo hablando como un cotorro. ¿Estás tú seguro de que leyó mi carta? Pues si la leyó, ya está al corriente de mi ardiente amor, y en cuanto me vea se arrojará llorando en mis brazos, dándome gracias por su salvación. ¿No lo crees tú así? ¿Pero por qué callas? ¿Te has quedado sin lengua? ¿Qué le has dicho tú, qué te ha dicho ella? ¿No te habló de aquel pasaje de la carta en que le decía que mi amor es tan casto como el de los ángeles del cielo?... Me faltó decirle que mi corazón es el altar en que la adoro con tanto fervor como al Dios que hizo el mundo para todos y para nosotros una isla desierta llena de flores y pajaritos muy lindos que canten día y noche... ¡Ah, Gabriel! ¿Sabes que soy rico? Cogí lo mío, aunque la condenada me clavó las uñas para arrebatármelo. ¡Cuánto luchamos! ¡Espantosa noche! Por fin, ya muy avanzado el día, llega D. Mauro y abre el sótano para sacarte... Salimos Restituta y yo; ella está medio muerta. Su hermano, al vernos... ¡Jesús, cómo se pone! Después de insultarnos, nos dice que tenemos que casarnos el mismo día. Luego, al saber que Inés se ha fugado contigo, brama como un león, arráncase los cabellos, y después de amenazar con la muerte a su hermana y a mí, enciende las dos velas al santo patrono. Yo salgo de la casa sin contestar a nada, y como ya empiezan los tiros, me -259- refugio en la del licenciado Lobo... Todos están allí llenos de terror... los franceses, los franceses... ¡ban, bun!, golpean un tabique, acudimos: se abre un agujero y apareces tú... ¿Pero llegaremos al fin? ¡Qué impaciente estará la pobrecita! Cuando me vea entrar, ella romperá a hablar, ¿no lo crees tú? Si no... yo estoy seguro de que me quedaré como una estatua. Si se me quitara esta vergüenza...

Yo no contestaba a ninguna de las atropelladas e inconexas razones de Juan de Dios, pues más que la verbosidad de aquel desgraciado, ocupaba mi mente la idea de los peligros que corrían Inés y su tío en mi casa. Nuestra marcha era sumamente fatigosa, pues algunas veces después de recorrer toda una calle, teníamos que volver atrás huyendo de los mamelucos: otras veces nos detenía algún grupo compuesto en su mayor parte de mujeres y ancianos que con lamentos y gritos rodeaban un cadáver, víctima reciente de los invasores; más adelante veíamos desfilar precipitadamente pelotones de granaderos que hacían retroceder a todo el mundo; luego el espectáculo de una lucha parcial, tan encarnizada como las anteriores, era lo que de improviso nos estorbaba el paso.

En la calle de Fuencarral el gentío era grande, y todos corrían hacia arriba, como en dirección al parque. Oíanse fuertes descargas, que aterraron a mi acompañante, y cuando embocamos a la calle de la -260- Palma por la casa de Aranda, los gritos de los héroes llegaban hasta nuestros oídos.

Era entre doce y una. Dando un gran rodeo pudimos al fin entrar en la calle de San José, y desde lejos distinguí las altas ventanas de mi casa entre el denso humo de la pólvora.

-No podemos subir a nuestra casa -dije a Juan de Dios-, a menos que no nos metamos en medio del fuego.

-¡En medio del fuego! ¡Qué horror! No: no expongamos la vida. Veo que también hacen fuego desde algún balcón. Escondámonos, Gabriel.

-No avancemos. Parece que cesa el fuego.

-Tienes razón. Ya no se oyen sino pocos tiros, y me parece que oigo decir: «victoria, victoria».

-Sí, y el paisanaje se despliega, y vienen algunos hacia acá. ¡Ah! ¿No son franceses aquellos que corren hacia la calle de la Palma? Sí: ¿no ve Vd. los sombreros de piel?

-Vamos allá. ¡Qué algazara! Parece que están contentos. Mira cómo agitan las gorras aquellos que están en el balcón.

-Inés, allí está Inés, en el balcón de arriba, arriba... Allí está: mira hacia el parque, parece que tiene miedo y se retira. También sale a curiosear don Celestino. Corramos y ahora nos será fácil entrar en la casa.

Después de una empeñada refriega, el combate -261- había cesado en el parque con la derrota y retirada del primer destacamento francés que fue a atacarlo. Pero si el crédulo paisanaje se entregó a la alegría creyendo que aquel triunfo era decisivo; los jefes militares conocieron que serían bien pronto atacados con más fuerzas, y se preparaban para la resistencia. Pacorro Chinitas, que había sido uno de los que primero acudieron a aquel sitio, se llegó a mí ponderándome la victoria alcanzada con las cuatro piezas que Daoíz había echado a la calle; pero bien pronto él y los demás se convencieron de que los franceses no habían retrocedido sino para volver pronto con numerosa artillería. Así fue en efecto, y cuando subíamos la escalera de mi casa, sentí el alarmante rumor de la tropa cercana.

El mancebo tropezaba a cada peldaño, circunstancia que cualquiera hubiera atribuido al miedo, y yo atribuí a la emoción. Cuando llegamos a presencia de Inés y D. Celestino, estos se alegraron en extremo de verme sano, y ella me señaló una imagen de la Virgen, ante la cual habían encendido dos velas. Juan de Dios permaneció un rato en el umbral, medio cuerpo fuera y dentro el otro medio, con el sombrero en la mano, el rostro pálido y contraído, la actitud embarazosa, sin atreverse a hablar ni tampoco a retirarse, mientras que Inés, enteramente ocupada de mi vuelta, no ponía en él la menor atención.
-262-

-Aquí, Gabriel -me dijo el clérigo-, hemos presenciado escenas de grande heroísmo. Los franceses han sido rechazados. Por lo visto, Madrid entero se levanta contra ellos.

Al decir esto, una detonación terrible hizo estremecer la casa.

-¡Vuelven los franceses! Ese disparo ha sido de los nuestros, que siguen decididos a no entregarse. Dios y su santa Madre, y los cuatro patriarcas y los cuatro doctores nos asistan.

Juan de Dios continuaba en la puerta, sin que mis dos amigos, hondamente afectados por el próximo peligro hicieran caso de su presencia.

-Va a empezar otra vez -exclamó Inés huyendo de la ventana después de cerrarla-. Yo creí que se había concluido. ¡Cuántos tiros! ¡Qué gritos! ¿Pues y los cañones? Yo creí que el mundo se hacía pedazos; y puesta de rodillas no cesaba de rezar. Si vieras, Gabriel... Primero sentimos que unos soldados daban recios golpes en la puerta del parque. Después vinieron muchos hombres y algunas mujeres pidiendo armas. Dentro del patio un español con uniforme verde disputó un instante con otro de uniforme azul, y luego se abrazaron, abriendo enseguida las puertas. ¡Ay! ¡Qué voces, qué gritos! Mi tío se echó a llorar y dijo también «¡viva España!» tres veces, aunque yo le suplicaba que callase para no dar que hablar a la vecindad. Al momento empezaron los tiros -263- de fusil, y al cabo de un rato los de cañón, que salieron empujados por dos o tres mujeres... El del uniforme azul mandaba el fuego, y otro del mismo traje, pero que se distinguía del primero por su mayor estatura, estaba dentro disponiendo cómo se habían de sacar la pólvora y las balas... Yo me estremecía al sentir los cañonazos; y si a veces me ocultaba en la alcoba, poniéndome a rezar, otras podía tanto la curiosidad, que sin pensar en el peligro me asomaba a la ventana para ver todo... ¡Qué espanto! Humo, mucho humo, brazos levantados, algunos hombres tendidos en el suelo y cubiertos de sangre y por todos lados el resplandor de esos grandes cuchillos que llevan en los fusiles.

Una segunda detonación seguida del estruendo de la fusilería, nos dejó paralizados de estupor. Inés miró a la Virgen, y el cura encarándose solemnemente con la santa imagen, dirigiole así la palabra:

-Señora: proteged a vuestros queridos españoles, de quienes fuisteis reina y ahora sois capitana. Dadles valor contra tantos y tan fieros enemigos, y haced subir al cielo a los que mueran en defensa de su patria querida.

Quise abrir la ventana; pero Inés se opuso a ello muy acongojada. Juan de Dios, que al fin traspasó el umbral, se había sentado tímidamente en el borde de una silla puesta junto a la misma puerta, donde Inés le reconoció al fin, mejor dicho, advirtió su presencia, -264- y antes que formulara una pregunta, le dije yo:

-Es el Sr. Juan de Dios, que ha venido a acompañarme.

-Yo... yo... -balbució el mancebo en el momento en que la gritería de la calle apenas permitía oírle-. Gabriel habrá enterado a Vd...

-El miedo le quita a Vd. el habla -dijo Inés-. Yo también tengo mucho miedo. Pero Vd. tiembla, Vd. está malo...

En efecto, Juan de Dios parecía desmayarse, y alargaba sus brazos hacia la muchacha, que absorta y confundida no sabía si acercarse a darle auxilio o si huir con recelo de visitante tan importuno. Yo estaba an excitado, que sin parar mientes en lo que junto a mí ocurría, ni atender al pavor de mi amiga, abrí resueltamente la ventana. Desde allí pude ver los movimientos de los combatientes, claramente percibidos, cual si tuviera delante un plano de campaña con figuras movibles. Funcionaban cuatro piezas: he oído hablar de cinco, dos de a 8 y tres de a 4; pero yo creo que una de ellas no hizo fuego, o sólo trabajó hacia el fin de la lucha. Los artilleros me parece que no pasaban de veinte; tampoco eran muchos los de infantería mandados por Ruiz; pero el número de paisanos no era escaso ni faltaban algunas heroicas amazonas de las que poco antes vi en la Puerta del Sol. Un oficial de uniforme azul mandaba -265- las dos piezas colocadas frente a la calle de San Pedro la Nueva14. Por cuenta del otro del mismo uniforme y graduación corrían las que enfilaban la calle de San Miguel y de San José15, apuntando una de ellas hacia la de San Bernardo, pues por allí se esperaban nuevas fuerzas francesas en auxilio de las que invadían la Palma Alta y sitios inmediatos a la iglesia de Maravillas. La lucha estaba reconcentrada entonces en la pequeña calle de San Pedro la Nueva, por donde atacaron los granaderos imperiales en número considerable. Para contrarrestar su empuje los nuestros disparaban las piezas con la mayor rapidez posible, empleándose en ello lo mismo los artilleros que los paisanos; y auxiliaba a los cañones la valerosa fusilería que tras las tapias del parque, en la puerta, y en la calle, hacía mortífero e incesante fuego.

Cuando los franceses trataban de tomar las piezas a la bayoneta, sin cesar el fuego por nuestra parte, eran recibidos por los paisanos con una batería de navajas, que causaban pánico y desaliento entre los héroes de las Pirámides y de Jena, al paso que el arma blanca en manos de estos aguerridos soldados, no hacía gran estrago moral en la gente española, por ser esta de muy antiguo aficionada a -266- con ella, de modo que al verse heridos, antes les enfurecía que les desmayaba. Desde mi ventana abierta a la calle de San José, no se veía la inmediata de San Pedro la Nueva, aunque la casa hacía esquina a las dos, así es que yo, teniendo siempre a los españoles bajo mis ojos, no distinguía a los franceses, sino cuando intentaban caer sobre las piezas, desafiando la metralla, el plomo, el acero y hasta las implacables manos de los defensores del parque. Esto pasó una vez, y cuando lo vi pareciome que todo iba a concluir por el sencillo procedimiento de destrozarse simultáneamente unos a otros; pero nuestro valiente paisanaje, sublimado por su propio arrojo y el ejemplo, y la pericia, y la inverosímil constancia de los dos oficiales de artillería, rechazaba las bayonetas enemigas, mientras sus navajas, hacían estragos, rematando la obra de los fusiles. Cayeron algunos, muchos artilleros, y buen número de paisanos; pero esto no desalentaba a los madrileños. Al paso que uno de los oficiales de artillería hacía uso de su sable con fuerte puño sin desatender el cañón cuya cureña servía de escudo a los paisanos más resueltos, el otro, acaudillando un pequeño grupo, se arrojaba sobre la avanzada francesa, destrozándola antes de que tuviera tiempo de reponerse. Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un día, en una hora, haciéndose, por inspiración de sus almas generosas, instrumento de la conciencia -267- nacional, se anticiparon a la declaración de guerra por las juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empezó a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo. Así sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.

El estruendo de aquella colisión, los gritos de unos y otros, la heroica embriaguez de los nuestros y también de los franceses, pues estos evocaban entre sí sus grandes glorias para salir bien de aquel empeño, formaban un conjunto terrible, ante el cual no existía el miedo, ni tampoco era posible resignarse a ser inmóvil espectador. Causaba rabia y al mismo tiempo cierto júbilo inexplicable lo desigual de las fuerzas, y el espectáculo de la superioridad adquirida por los débiles a fuerza de constancia. A pesar de que nuestras bajas eran inmensas, todo parecía anunciar una segunda victoria. Así lo comprendían sin duda los franceses, retirados hacia el fondo de la calle de San Pedro la Nueva; y viendo que para meter en un puño a los veinte artilleros ayudados de paisanos y mujeres, era necesaria más tropa con refuerzos de todas armas, trajeron más gente, trajeron un ejército completo; y la división de San Bernardino, mandada por Lefranc apareció hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de artillería. Los imperiales daban al parque cercado de mezquinas tapias las proporciones de una fortaleza, y a la abigarrada pandilla las proporciones de un pueblo.
-268-

Hubo un momento de silencio, durante el cual no oí más voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconocí la de la Primorosa, enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve respiro me aparté de la ventana, vi a Juan de Dios completamente desvanecido. Inés estaba a su lado, presentándole un vaso de agua.

-Este buen hombre -dijo la muchacha- ha perdido el tino. ¡Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ¿Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha vencido?

Un cañonazo resonó estremeciendo la casa. A Inés cayósele el vaso de las manos, y en el mismo instante entró D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitación de la casa.

-Es la artillería francesa -exclamó-. Ahora es ella. Traen más de doce cañones. ¡Jesús, María y José nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡Virgen María, santa patrona de España!

Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inés con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes lágrimas.

-Los franceses son innumerables -continuó el cura-. Vienen cientos de miles. En cambio los nuestros, son menos cada vez. Muchos han muerto ya. -269- ¿Podrán resistir los que quedan? ¡Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quiera que sea, aunque presumo será español: ¿están Vds. en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo por la patria y por el Rey? Hijos míos, ánimo: los franceses van a atacar por tercera vez. ¿No veis cómo se aperciben los nuestros para recibirlos con tanto brío como antes? ¿No oís los gritos de los que han sobrevivido al último combate? ¿No oís las voces de esa noble juventud? Gabriel, Vd., caballero, cualquiera que sea, ¿habéis visto a las mujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?

Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteración que hasta entonces jamás había advertido en él, se asomaba al balcón, retrocedía con espanto, volvía los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y tan pronto hablaba consigo mismo como con los demás.

-Si yo tuviera quince años, Gabriel -continuó- si yo tuviera tu edad... Francamente, hijos míos, yo tengo muchísimo miedo. En mi vida había visto una guerra, ni oído jamás el estruendo de los mortíferos cañones; pero lo que es ahora cogería un fusil, sí señores, lo cogería... ¿No veis que va escaseando la gente? ¿No veis cómo los barre la metralla?... Mirad aquellas mujeres que con sus brazos despedazados empujan uno de nuestros cañones -270- hasta embocarle en esta calle. Mirad aquel montón de cadáveres del cual sale una mano increpando con terrible gesto a los enemigos. Parece que hasta los muertos hablan, lanzando de sus bocas exclamaciones furiosas... ¡Oh!, yo tiemblo, sostenedme; no, dejadme tomar un fusil, lo tomaré yo. Gabriel, caballero, y tú también, Inés; vamos todos a la calle, a la calle. ¿Oís? Aquí llegan las vociferaciones de los franceses. Su artillería avanza. ¡Ah!, perros: todavía somos suficientes, aunque pocos. ¿Queréis a España, queréis este suelo? ¿Queréis nuestras casas, nuestras iglesias, nuestros reyes, nuestros santos? Pues ahí está, ahí está dentro de esos cañones lo que queréis. Acercaos... ¡Ah! Aquellos hombres que hacían fuego desde la tapia han perecido todos. No importa. Cada muerto no significa más sino que un fusil cambia de mano, porque antes de que pierda el calor de los dedos heridos que lo sueltan, otros lo agarran... Mirad: el oficial que los manda parece contrariado, mira hacia el interior del parque y se lleva la mano a la cabeza con ademán de desesperación. Es que les faltan balas, les falta metralla. Pero ahora sale el otro con una cesta de piedras... sí... son piedras de chispa. Cargan con ellas, hacen fuego... ¡Oh!, que vengan, que vengan ahora. ¡Miserables! España tiene todavía piedras en sus calles para acabar con vosotros... Pero ¡ay!, los franceses parece que están cerca. Mueren muchos de los nuestros. -271- Desde los balcones se hace mucho fuego; mas esto no basta. Si yo tuviera veinte años... Si yo tuviera veinte años, tendría el valor que ahora me falta, y me lanzaría en medio del combate, y a palos, sí señores, a palos, acabaría con todos esos franceses. Ahora mismo, con mis sesenta años... Gabriel, ¿sabes tú lo que es el deber? ¿Sabes tú lo que es el honor? Pues para que lo sepas, oye: Yo que soy un viejo inútil, yo que nunca he visto un combate, yo que jamás he disparado un tiro, yo que en mi vida he peleado con nadie, yo que no puedo ver matar un pollo, yo que nunca he tenido valor para matar un gusanito, yo que siempre he tenido miedo a todo, yo que ahora tiemblo como una liebre y a cada tiro que oigo parece que entrego el alma al Señor, voy a bajar al instante a la calle, no con armas, porque armas no me corresponden, sino para alentar a esos valientes, diciéndoles en castellano aquello de Dulce et decorum est pro patria mori!

Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no había manifestado ante mí sino muy pocas veces, y siempre desde el púlpito, me enardeció de tal modo que me avergoncé de reconocerme cobarde espectador de aquella heroica lucha sin disparar un tiro, ni lanzar una piedra en defensa de los míos. A no contenerme la presencia de Inés, ni un instante habría yo permanecido en aquella situación. Después cuando vi al buen anciano precipitarse fuera de la -272- casa, dichas sus últimas palabras, miedo y amor se oscurecieron en mí ante una grande, una repentina iluminación de entusiasmo, de esas que rarísimas veces, pero con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.

Inés hizo un movimiento como para detenerme pero sin duda su admirable buen sentido comprendió cuánto habría desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extraño a la situación que nos encontrábamos, y no parecía tener ojos ni oídos más que para espectáculos y voces de su propia alma, se adelantó hacia Inés con ademán embarazoso, y le dijo:

-Pero Gabriel la habrá enterado a Vd. de todo. ¿La he ofendido a Vd. en algo? Bien habrá comprendido Vd...

-Este caballero -dijo Inés- está muerto de miedo, y no se moverá de aquí. ¿Quiere Vd. esconderse en la cocina?

-¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! -exclamó el mancebo con un repentino arrebato que le puso encendido como la grana-. ¿A dónde vas, Gabriel?

-A la calle -respondí saliendo-. A pelear por España. Yo no tengo miedo.

-Ni yo, ni yo tampoco -afirmó resuelta, furiosamente Juan de Dios corriendo detrás de mí.


-273-
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- XXVIII -

Llegué a la calle en momentos muy críticos. Las dos piezas de la calle de San Pedro habían perdido gran parte de su gente, y los cadáveres obstruían el suelo. La colocada hacia Poniente había de resistir el fuego de la de los franceses, sin más garantía de superioridad que el heroísmo de D. Pedro Velarde y el auxilio de los tiros de fusil. Al dar los primeros pasos encontré uno, y me situé junto a la entrada del parque, desde donde podía hacer fuego hacia la calle Ancha, resguardado por el machón de la puerta. Allí se me presentó una cara conocida, aunque horriblemente desfigurada, en la persona de Pacorro Chinitas, que incorporándose entre un montón de tierra y el cuerpo de otro infeliz ya moribundo, hablome así con voz desfallecida:

-Gabriel, yo me acabo; yo no sirvo ya para nada.

-Ánimo, Chinitas -dije devolviéndole el fusil que caía de sus manos-, levántate.

-¿Levantarme? Ya no tengo piernas. ¿Traes tú pólvora? Dame acá: yo te cargaré el fusil... Pero me caigo redondo. ¿Ves esta sangre? Pues es toda mía y de este compañero que ahora se va... Ya expiró... -274- Adiós, Juancho: tú al menos no verás a los franceses en el parque.

Hice fuego repetidas veces, al principio muy torpemente, y después con algún acierto, procurando siempre dirigir los tiros a algún francés claramente destacado de los demás. Entre tanto, y sin cesar en mi faena, oí la voz del amolador que apagándose por grados decía: «Adiós, Madrid, ya me encandilo... Gabriel, apunta a la cabeza. Juancho que ya estás tieso, allá voy yo también: Dios sea conmigo y me perdone. Nos quitan el parque; pero de cada gota de esta sangre saldrá un hombre con su fusil, hoy, mañana y al otro día. Gabriel, no cargues tan fuerte, que revienta. Ponte más adentro. Si no tienes navaja, búscala, porque vendrán a la bayoneta. Toma la mía. Allí está junto a la pierna que perdí... ¡Ay!, ya no veo más que un cielo negro. ¡Qué humo tan negro! ¿De dónde viene ese humo? Gabriel, cuando esto se acabe, ¿me darás un poco de agua? ¡Qué ruido tan atroz!... ¿Por qué no traen agua? ¡Agua, Señor Dios Poderoso! ¡Ah!, ya veo el agua; ahí está. La traen unos angelitos; es un chorro, una fuente, un río...».

Cuando me aparté de allí, Chinitas ya no existía. La debilidad de nuestro centro de combate me obligó a unirme a él, como lo hicieron los demás. Apenas quedaban artilleros, y dos mujeres servían la pieza principal, apuntaban hacia la calle Ancha. -275- Era una de ellas la Primorosa, a quien vi soplando fuertemente la mecha, próxima a extinguirse.

-Mi general -decía a Daoíz-. Mientras su merced y yo estemos aquí, no se perderán las Españas ni sus Indias... Allá va el petardo... Venga ahora acá el destupidor. Cómo rempuja pa tras este animal cuando suelta el tiro. ¡Ah! ¿Ya estás aquí, Tripita? -gritó al verme-. Toca este instrumento y verás lo bueno.

El combate llegaba a un extremo de desesperación; y la artillería enemiga avanzó hacia nosotros. Animados por Daoíz, los heroicos paisanos pudieron rechazar por última vez la infantería francesa que se destacaba en pequeños pelotones de la fuerza enemiga.

-¡Ea! -gritó la Primorosa cuando recomenzó el fuego de cañón-. Atrás, que yo gasto malas bromas. ¿Vio Vd. cómo se fueron, señor general? Sólo con mirarles yo con estos recelestiales ojos, les hice volver pa tras. Van muertos de miedo. ¡Viva España y muera Napoleón!... Chinitas, ¿no está por ahí Chinitas? Ven acá, cobarde, calzonazos.

Y cuando los franceses, replegando su infantería, volvieron a cañonearnos, ella, después de ayudar a cargar la pieza, prosiguió gritando desesperadamente:

-Renacuajos, volved acá. Ea, otro paseíto. Sus mercedes quieren conquistarme a mí, ¿no verdá? -276- Pues aquí me tenéis. Vengan acá: soy la reina, sí señores, soy la emperadora del Rastro, y yo acostumbro a fumar en este cigarro de bronce, porque no las gasto menos. ¿Quieren ustedes una chupadita? Pos allá va. Desapártense pa que no les salpique la saliva; si no...

La heroica mujer calló de improviso, porque la otra maja que cerca de ella estaba, cayó tan violentamente herida por un casco de metralla, que de su despedazada cabeza saltaron salpicándonos repugnantes pedazos. La esposa de Chinitas, que también estaba herida, miró el cuerpo expirante de su amiga. Debo consignar aquí un hecho trascendental; la Primorosa se puso repentinamente pálida, y repentinamente seria. Tuvo miedo.

Llegó el instante crítico y terrible. Durante él sentí una mano que se apoyaba en mi brazo. Al volver los ojos vi un brazo azul con charreteras de capitán. Pertenecía a D. Luis Daoíz, que herido en la pierna, hacía esfuerzos por no caer al suelo y se apoyaba en lo que encontró más cerca. Yo extendí mi brazo alrededor de su cintura, y él, cerrando los puños, elevándolos convulsamente al cielo, apretando los dientes y mordiendo después el pomo de su sable, lanzó una imprecación, una blasfemia, que habría hecho desplomar el firmamento, si lo de arriba obedeciera a las voces de abajo.

En seguida se habló de capitulación y cesaron -277- los fuegos. El jefe de las fuerzas francesas acercose a nosotros, y en vez de tratar decorosamente de las condiciones de la rendición, habló a Daoíz de la manera más destemplada y en términos amenazadores y groseros. Nuestro inmortal artillero pronunció entonces aquellas célebres palabras: Si fuerais capaz de hablar con vuestro sable, no me trataríais así.

El francés, sin atender a lo que le decía, llamó a los suyos, y en el mismo instante... Ya no hay narración posible, porque todo acabó. Los franceses se arrojaron sobre nosotros con empuje formidable. El primero que cayó fue Daoíz, traspasado el pecho a bayonetazos. Retrocedimos precipitadamente hacia el interior del parque todos los que pudimos, y como aun en aquel trance espantoso quisiera contenernos D. Pedro Velarde, le mató de un pistoletazo por la espalda un oficial enemigo. Muchos fueron implacablemente pasados a cuchillo; pero algunos y yo pudimos escapar, saltando velozmente por entre escombros, hasta alcanzar las tapias de la parte más honda, y allí nos dispersamos, huyendo cada cual por donde encontró mejor camino, mientras los franceses, bramando de ira, indicaban con sus alaridos al aterrado vecindario que Monteleón había quedado por Bonaparte.

Difícilmente salvamos la vida, y no fuimos muchos los que pudimos dar con nuestros fatigados cuerpos en la huerta de las Salesas Nuevas o en el -278- quemadero. Los franceses no se cuidaban de perseguirnos, o por creer que bastaba con rematar a los más próximos, o porque se sentían con tanto cansancio como nosotros. Por fortuna, yo no estaba herido sino muy levemente en la cabeza, y pude ponerme a cubierto en breve tiempo: al poco rato ya no pensaba más que en volver a mi casa, donde suponía a Inés en penosa angustia por mi ausencia. Cuando traté de regresar hallé cerrada la puerta de Santo Domingo; y tuve que andar mucho trecho buscando el portillo de San Joaquín. Por el camino me dijeron que los franceses, después de dejar una pequeña guarnición en el parque, se habían retirado. Dirigime con esta noticia tranquilamente a casa, y al llegar a la calle de San José, encontré aquel sitio inundado de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres. La Primorosa había recogido el cuerpo de Chinitas. Yo vi llevar el cuerpo, vivo aún, de Daoíz en hombros de cuatro paisanos, y seguido de apiñado gentío. D. Pedro Velarde oí que había sido completamente desnudado por los franceses, y en aquellos instantes sus deudos y amigos estaban amortajándole para darle sepultura en San Marcos. Los imperiales se ocupaban en encerrar de nuevo las piezas, y retiraban silenciosamente sus heridos al interior del parque: por último, vi una pequeña fuerza de caballería polaca, estacionada hacia la calle de San Miguel.
-279-

Ya estaba cerca de mi casa, cuando un hombre cruzó a lo lejos la calle, con tan marcado ademán de locura, que no pude menos de fijar en él mi atención. Era Juan de Dios, y andaba con pie inseguro de aquí para allí como demente o borracho, sin sombrero, el pelo en desorden sobre la cara, las ropas destrozadas y la mano derecha envuelta en un pañuelo manchado de sangre.

-¡Se la han llevado! -exclamó al verme, agitando sus brazos con desesperación.

-¿A quién? -pregunté, adivinando mi nueva desgracia.

-¡A Inés!... Se la han llevado los franceses; se han llevado también a aquel infeliz sacerdote.

La sorpresa y la angustia de tan tremenda nueva me dejaron por un instante como sin vida.



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- XXIX -

-Una vez que tomaron el parque -continuó Juan de Dios-, entraron en esa casa de la esquina y en otra de la calle de San Pedro para prender a todos los que les habían hecho fuego, y sacaron hasta dos docenas de infelices. ¡Ay, Gabriel, qué consternación! Yo entraba en la taberna para echarme un poco de agua en la mano... porque sabrás que una -280- bala me llevó los dos dedos... entraba en la taberna y vi que sacaban a Inés. La pobrecita lloraba como un niño y volvía la vista a todos lados, sin duda buscándome con sus ojos. Acerqueme, y hablando en francés, rogué al sargento que la soltase; pero me dieron tan fuerte golpe que casi perdí el sentido. ¡Si vieras cómo lloraba el pobre ángel, y cómo miraba a todos lados, buscándome sin duda!... Yo me vuelvo loco, Gabriel. El buen eclesiástico subía la escalera cuando lo cogieron, y dicen que llevaba un cuchillo en la mano. Todos los de la casa están presos. Los franceses dijeron que desde allí les habían tirado una cazuela de agua hirviendo. Gabriel, si no ponen en libertad a Inés, yo me muero, yo me mato, yo les diré a los franceses que me maten.

Al oír esta relación, el vivo dolor arrancó al principio ardientes lágrimas a mis ojos; pero después fue tanta mi indignación, que prorrumpí en exclamaciones terribles y recorrí la calle gritando como un insensato. Aún dudé; subí a mi casa, encontrela desierta; supe de boca de algunos vecinos consternados la verdad, tal como Juan de Dios me la había dicho, y ciego de ira, con el alma llena de presentimientos siniestros, y de inexplicables angustias, marché hacia el centro de Madrid, sin saber a dónde me encaminaba, y sin que me fuera posible discurrir cuál partido sería más conveniente en tales circunstancias. ¿A quién pedir auxilio, si yo a mi vez era -281- también injustamente perseguido? A ratos me alentaba la esperanza de que los franceses pusieran en libertad a mis dos amigos. La inocencia de uno y otro, especialmente de ella, era para mí tan obvia, que sin género de duda había de ser reconocida por los invasores.

Juan de Dios me seguía, y lloraba como una mujer.

-Por ahí van diciendo -me indicó- que los prisioneros han sido llevados a la casa de Correos. Vamos allá, Gabriel, y veremos si conseguimos algo.

Fuimos al instante a la Puerta del Sol, y en todo su recinto no oíamos sino quejas y lamentos, por el hermano, el padre, el hijo o el amigo, bárbaramente aprisionados sin motivo. Se decía que en la casa de Correos funcionaba un tribunal militar; pero después corrió la voz de que los individuos de la junta habían hecho un convenio con Murat, para que todo se arreglara, olvidando el conflicto pasado y perdonándose respectivamente las imprudencias cometidas. Esto nos alborozó a todos los presentes, aunque no nos parecía muy tranquilizador ver a la entrada de las principales calles una pieza de artillería con mecha encendida. Dieron las cuatro de la tarde, y no se desvanecía nuestra duda, ni de las puertas de la fatal casa de Correos salía otra gente que algún oficial de órdenes que a toda prisa partía hacia el Retiro o la Montaña. Nuestra ansiedad crecía; profunda -282- zozobra invadía los ánimos, y todos se dispersaban tratando de buscar noticias verídicas en fuentes autorizadas.

De pronto oigo decir que alguien va por las calles leyendo un bando. Corremos todos hacia la del Arenal, pero no nos es posible enterarnos de lo que leen. Preguntamos y nadie nos responde, porque nadie oye. Retrocedemos pidiendo informes, y nadie nos los da. Volvemos a mirar la casa de Correos tras cuyas paredes están los que nos son queridos, y media compañía de granaderos con algunos mamelucos dispersan al padre, al hermano, al hijo, al amante, amenazándoles con la muerte. Nos vamos al fin por las calles, cada cual discurriendo qué influencias pondrá en juego para salvar a los suyos.

Juan de Dios y yo nos dirigimos hacia los Caños del Peral, y al poco rato vimos un pelotón de franceses que conducían maniatados y en traílla como a salteadores, a dos ancianos y a un joven de buen porte. Después de esta fatídica procesión, vimos hacia la calle de los Tintes otra no menos lúgubre, en que iban una señora joven, un sacerdote, dos caballeros y un hombre del pueblo en traje como de vendedor de plazuela. La tercera la encontramos en la calle de Quebrantapiernas, y se componía de más de veinte personas, pertenecientes a distintas clases de la sociedad. Aquellos infelices iban mudos y resignados guardando el odio en sus corazones, y ya -283- no se oían voces patrióticas en las calles de la ciudad vencida y aherrojada, porque los invasores dominábanla toda piedra por piedra, y no había esquina donde no asomase la boca de un cañón, ni callejuela por la cual no desfilaran pelotones de fusileros, ni plaza donde no apareciesen, fúnebremente estacionados, fuertes piquetes de mamelucos, dragones o caballería polaca.

Repetidas veces vimos que detenían a personas pacíficas y las registraban, llevándoselas presas por si acertaban a guardar acaso algún arma, aunque fuera navaja para usos comunes. Yo llevaba en el bolsillo la de Chinitas, y ni aun se me ocurrió tirarla, ¡tales eran mi aturdimiento y abstracción! Pero tuvimos la suerte de que no nos registraran. Últimamente y a medida que anochecía, apenas encontrábamos gente por las calles. No íbamos, no, a la ventura por aquellos desiertos lugares, pues yo tenía un proyecto que al fin comuniqué a mi acompañante; pensaba dirigirme a casa de la marquesa, con viva esperanza de conseguir de ella poderoso auxilio en mi tribulación. Juan de Dios me contestó que él por su parte había pensado dirigirse a un amigo que a su vez lo era del Sr. O'farril, individuo de la Junta. Dicho esto, convinimos en separarnos, prometiendo acudir de nuevo a la Puerta del Sol una hora después.

Fui a casa de la marquesa, y el portero me dijo -284- que Su Excelencia había partido dos días antes para Andalucía. También pregunté por Amaranta; mas tuve el disgusto de saber que Su Excelencia la señora condesa estaba en camino de Andalucía. Desesperado regresé al centro de Madrid, elevando mis pensamientos a Dios, como el más eficaz amparador de la inocencia, y traté de penetrar en la casa de Correos. Al poco rato de estar allí procurándolo inútilmente, vi salir a Juan de Dios tan pálido y alterado que temblé adivinando nuevas desdichas.

-¿No está? -pregunté-. ¿Los han puesto en libertad?

-No -dijo secando el sudor de su frente-. Todos los presos que estaban aquí han sido entregados a los franceses. Se los han llevado al Buen Suceso, al Retiro, no sé a dónde... ¿Pero no conoces el bando? Los que sean encontrados con armas, serán arcabuceados... Los que se junten en grupo de más de ocho personas, serán arcabuceados... Los que hagan daño a un francés, serán arcabuceados... Los que parezcan agentes de Inglaterra, serán arcabuceados.

-¿Pero dónde está Inés? -exclamé con exaltación-. ¿Dónde está? Si esos verdugos son capaces de sacrificar a una niña inocente, y a un pobre anciano, la tierra se abrirá para tragárselos, las piedras se levantarán solas del suelo para volar contra ellos, el cielo se desplomará sobre sus cabezas, se encenderá el aire, y el agua que beban se les tornará veneno; y -285- si esto no sucede, es que no hay Dios ni puede haberlo. Vamos, amigo: hagamos esta buena obra. ¿Dice Vd. que están en el Retiro?

-O aquí en el Buen Suceso, o en la Moncloa. Gabriel, yo salvaré a Inés de la muerte, o me pondré delante de los fusiles de esa canalla para que me quiten también la vida. Quiero irme al cielo con ella; si supiera que sus dulces ojos no me habían de mirar más en la tierra, ahora mismo dejaría de existir. Gabriel, todo lo que tengo es tuyo si me ayudas a buscarla; que después que ella y yo nos juntemos, y nos casemos, y nos vayamos al lugar desierto que he pensado, para nada necesitamos dinero. Yo tengo esperanza; ¿y tú?

-Yo también -respondí, pensando en Dios.

-Pues, hijo, marcha tú al Retiro, que yo entraré en el Buen Suceso, por la parte del hospital, que allí conozco a uno de los enfermeros. También conozco a dos oficiales franceses. ¿Podrán hacer algo por ella? Vamos: las diez. ¡Ay! ¿No oíste una descarga?

-Sí, hacia abajo; hacia el Prado: se me ha helado la sangre en las venas. Corre allá. Adiós, y buena suerte. Si no nos encontramos después aquí, en mi casa.

Dicho esto, nos separamos a toda prisa, y yo corrí por la Carrera de San Jerónimo. La noche era oscura, fría y solitaria. En mi camino encontré tan sólo algunos hombres que corrían despavoridos, y a cada -286- paso lamentos dolorosísimos llegaban a mis oídos. A lo lejos distinguí las pisadas de las patrullas francesas y de rato en rato un resplandor lejano seguido de estruendosa detonación. Cómo se presentaba en mi alma atribulada aquel espectáculo en la negra noche, aquellos ruidos pavorosos, no es cosa que puedo yo referir, ni palabras de ninguna lengua alcanzan a manifestar angustia tan grande. Llegaba junto al Espíritu Santo, cuando sentí muy cercana ya una descarga de fusilería. Allá abajo en la esquina del palacio de Medinaceli la rápida luz del fogonazo, había iluminado un grupo, mejor dicho, un montón de personas, en distintas actitudes colocadas, y con diversos trajes vestidos. Tras de la detonación, oyéronse quejidos de dolor, imprecaciones que se apagaban al fin en el silencio de la noche. Después algunas voces hablando en lengua extranjera, dialogaban entre sí; se oían las pisadas de los verdugos, cuya marcha en dirección al fondo del Prado era indicada por los movimientos de unos farolillos de agonizante luz. A cada rato circulaban pequeños tropeles, con gentes maniatadas, y hacia el Retiro se percibía resplandor muy vivo, como de la hoguera de un vivac.

Acerqueme al palacio de Medinaceli por la parte del Prado, y allí vi algunas personas que acudían a reconocer los infelices últimamente arcabuceados. Reconocilos yo también uno por uno, y observé que -287- pequeña parte de ellos estaban vivos, aunque ferozmente heridos; y arrastrábanse estos pidiendo socorro, o clamaban en voz desgarradora suplicando que se les rematase. Entre todas aquellas víctimas no había más que una mujer, que no tenía semejanza con Inés, ni encontré tampoco sacerdote alguno. Sin prestar oídos a las voces de socorro, ni reparar tampoco en el peligro que cerca de allí se corría, me dirigí hacia el Retiro.

En la puerta que se abría al primer patio me detuvieron los centinelas. Un oficial se acercó a la entrada.

-Señor -exclamé juntando las manos y expresando de la manera más espontánea el vivo dolor que me dominaba-, busco a dos personas de mi familia que han sido traídas aquí por equivocación. Son inocentes: Inés no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo, ni el pobre clérigo ha matado a ningún francés. Yo lo aseguro, señor oficial, y el que dijese lo contrario es un vil mentiroso.

El oficial, que no entendía, hizo un movimiento para echarme hacia fuera; pero yo, sin reparar en consideraciones de ninguna clase, me arrodillé delante de él, y con fuertes gritos proseguí suplicando de esta manera:

-Señor oficial, ¿será Vd. tan inhumano que mande fusilar a dos personas inofensivas, a una muchacha de diez y seis años y a un infeliz viejo de sesenta! -288- No puede ser. Déjeme Vd. entrar; yo le diré cuáles son, y Vd. les mandará poner en libertad. Los pobrecitos no han hecho nada. Fusílenme a mí, que disparé muchos tiros contra Vds. en la acción del parque; pero dejen en libertad a la muchacha y al sacerdote. Yo entraré, les sacaremos... Mañana, mañana probaré yo, como esta es noche, que son inocentes, y si no resultasen tan inocentes como los ángeles del cielo, fusíleme Vd. a mí cien veces. Señor oficial, Vd. es bueno, Vd. no puede ser un verdugo. Esas cruces que tiene en el pecho las habrá adquirido honrosamente en las grandes batallas que dicen ha ganado el ejército de Napoleón. Un hombre como usted no puede deshonrarse asesinando a mujeres inocentes. Yo no lo creo, aunque me lo digan. Señor oficial, si quieren Vds. vengarse de lo de esta mañana maten a todos los hombres de Madrid, mátenme a mí también; pero no a Inés. ¿Vd. no tiene hermanitas jóvenes y lindas? Si Vd. las viera amarradas a un palo, a la luz de una linterna, delante de cuatro soldados con los fusiles en la cara, ¿estaría tan sereno como ahora está? Déjeme entrar: yo le diré quiénes son los que busco, y entre los dos haremos esta buena obra que Dios le tendrá en cuenta cuando se muera. El corazón me dice que están aquí... entremos, por Dios y por la Virgen. Vd. está aquí en tierra extranjera, y lejos, muy lejos de los suyos. Cuando recibe cartas de su madre o de sus -289- hermanitas, ¿no le rebosa el corazón de alegría, no quiere verlas, no quiere volver allá? Si le dijesen que ahora las estaban poniendo un farol en el pecho para fusilarlas...

El estrépito de otra descarga me hizo enmudecer, y la voz expiró en mi garganta por falta de aliento. Estuve a punto de caer sin sentido; pero haciendo un heroico esfuerzo, volví a suplicar al oficial con voz ronca y ademán desesperado, pretendiendo que me dejase entrar a ver si algunos de los recién inmolados eran los que yo buscaba. Sin duda mi ruego, expresado ardientemente y con profundísima verdad, conmovió al joven oficial, más por la angustia de mis ademanes que por el sentido de las palabras, extranjeras para él, y apartándose a un lado me indicó que entrara. Hícelo rápidamente, y recorrí como un insensato el primer patio y el segundo. En este, que era el de la Pelota, no había más que franceses; pero en aquel yacían por el suelo las víctimas aún palpitantes, y no lejos de ellas las que esperaban la muerte. Vi que las ataban codo con codo, obligándolas a ponerse de rodillas, unos de espalda, otros de frente. Los más extendían los brazos agitándolos al mismo tiempo que lanzaban imprecaciones y retos a los verdugos; algunos escondían con horror la cara en el pecho del vecino; otros lloraban; otros pedían la muerte, y vi uno que rompiendo con fuertes sacudidas las ligaduras, se abalanzó hacia los granaderos. -290- Ninguna fórmula de juicio, ni tampoco preparación espiritual, precedían a esta abominación: los granaderos hacían fuego una o dos veces, y los sacrificados se revolvían en charcos de sangre con espantosa agonía.

Algunos acababan en el acto; pero los más padecían largo martirio antes de expirar, y hubo muchos que heridos por las balas en las extremidades y desangrados, sobrevivieron después de pasar por muertos hasta la mañana del día 3, en que los mismos franceses, reconociendo su mala puntería, les mandaron al hospital. Estos casos no fueron raros, y yo sé de dos o tres a quienes cupo la suerte de vivir después de pasar por los horrores de una ejecución sangrienta. Un maestro herrero, comprendido en una de las traíllas del Retiro, dio señales de vida al día siguiente, y al borde mismo del hoyo en que se le preparaba sepultura: lo mismo aconteció a un tendero de la calle de Carretas, y hasta hace poco tiempo ha existido uno que era entonces empleado en la imprenta de Sancha, y fue fusilado torpemente dos veces, una en la Soledad, donde se hizo la primera matanza, después en el patio del Buen Suceso, desde cuyo sitio pudo escapar, arrastrándose entre cadáveres y regueros de sangre hasta el hospital cercano, donde le dieron auxilio. Los franceses, aunque a quema-ropa, disparaban mal, y algunos de ellos, preciso es confesarlo, con marcada repugnancia, pues -291- sin duda conocían el envilecimiento en que habían repentinamente caído las águilas imperiales.

Casi sin esperar a que se consumara la sentencia de los que cayeron ante mí, les examiné a todos. Las linternas, puestas delante de cada grupo, alumbraban con siniestra luz la escena. Ni entre los inmolados ni entre los que aguardaban el sacrificio, vi a Inés ni a D. Celestino, aunque a veces me parecía reconocerles en cualquier bulto que se movía implorando compasión o murmurando una plegaria.

Recuerdo que en aquel examen una mano helada cogió la mía, y al inclinarme vi un hombre desconocido que dijo algunas palabras y expiró. Repetidas veces pisé los pies y las manos de varios desgraciados; pero en trances tan terribles, parece que se extingue todo sentimiento compasivo hacia los extraños, y buscando con anhelo a los nuestros, somos impasibles para las desgracias ajenas.

Algunos franceses me obligaron a alejar de aquel sitio; y por las palabras que oí me juzgué en peligro de ser también comprendido en la traílla pero a mí no me importaba la muerte, ni en tal situación hubiera dejado de mirar a un punto donde creyera distinguir el semblante de mis dos amigos, aunque me arcabucearan cien veces. Corrí hacia otro extremo del patio, donde sonaban lamentos y mucha bulla de gente, cuando un anciano se acercó a mí tomándome por el brazo.
-292-

-¿A quién busca Vd.? -le dije.

-¡Mi hijo, mi único hijo! -me contestó-. ¿Dónde está? ¿Eres tú mi hijo? ¿Eres tú mi Juan? ¿Te han fusilado? ¿Has salido de aquel montón de muertos?

Comprendí por su mirada y por sus palabras que aquel hombre estaba loco, y seguí adelante. Otro se llegó a mí y preguntome a su vez que a quién buscaba. Contele brevemente la historia, y me dijo:

-Los que fueron presos en el barrio de Maravillas, no han venido aquí ni a la casa de Correos. Están en la Moncloa. Primero los llevaron a San Bernardino, y a estas horas... Vamos allá. Yo tengo un salvo-conducto de un oficial francés, y podemos salir.

Salimos en efecto, y en el Prado aquel hombre corrió desaladamente y le perdí de vista. Yo también corrí cuanto me era posible, pues mis fuerzas, a tan terribles pruebas sometidas por tanto tiempo, desfallecían ya. No puedo decir qué calles pasé, porque ni miraba a mi alrededor, ni tenía entonces más ojos que los del alma para ver siempre dentro de mí mismo el espectáculo de aquella gran tragedia. Sólo sé que corrí sin cesar; sólo sé que ninguna voz, ninguna queja que sonasen cerca de mí me conmovían ni me interesaban; sólo sé que mientras más corría, mayores eran mi debilidad y extenuación, y que al fin, no sé en qué calle, me detuve apoyándome en la pared cercana, porque mi cuerpo se caía al suelo -293- y no me era posible dar un paso más. Limpié el sudor de mi frente; parecíame que se había acabado el aire y que el suelo se marchaba también bajo mis pies, que las casas se hundían sobre mi cabeza. Recuerdo haber hecho esfuerzos para seguir; pero no me fue posible, y por un espacio de tiempo que no puedo apreciar, sólo tinieblas me rodearon, acompañadas de absoluto silencio.



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- XXX -

Durante mi desvanecimiento, hijo de la extenuación, traje a la memoria las arboledas de Aranjuez, con sus millares de pájaros charlatanes, aquellas tardes sonrosadas, aquellos paseos por los bordes del Jarama y el espectáculo de la unión de este con el Tajo. Me acordé de la casa del cura y parecíame ver la parra del patio y los tiestos de la huerta, y oír los chillidos de la tía Gila, riñendo formalmente con las gallinas porque sin su permiso se habían salido del corral. Se me representaba el sonido de las campanas de la iglesia, tocadas por los cuatro muchachos o por el ingrato padre. La imagen de Inés completaba todas estas imágenes, y en mi delirio no me parecía que estaba la desgraciada muchacha junto a mí ni tampoco delante, sino dentro -294- de mi propia persona, como formando parte del ser a quien reconocía como yo mismo. Nada estorbaba nuestra felicidad, ni nos cuidábamos de lo porvenir, porque abandonada a su propio ímpetu la corriente de nuestras almas, se habían juntado al fin Tajo y Jarama, y mezcladas ambas corrientes cristalinas, cavaban en el ancho cauce de una sola y fácil existencia.

Sacome de aquel estado soñoliento un fuerte golpe que me dieron en el cuerpo, y no tardé en verme rodeado de algunas personas, una de las cuales dijo examinándome de cerca: «Está borracho».

Creí reconocer la voz del licenciado Lobo, aunque a decir verdad, aún hoy no puedo asegurar que fuera él quien tal cosa dijo. Lo que sí afirmo es que uno de los que me miraban era Juan de Dios.

-¡Eres tú, Gabriel! -me dijo-. ¿Cómo estás por los suelos? Bonito modo de buscar a la muchacha. No está en el Retiro, ni en el Buen Suceso. El señor licenciado me ayuda en mis pesquisas, y estamos seguros de encontrarla, y aun de salvarla.

Estas palabras las oí confusamente, y después me quedé solo, o mejor dicho, acompañado de algunos chicuelos que me empujaban de acá para allá jugando conmigo. No tardé en recobrar con el completo uso de mis facultades, la idea perfecta de la terrible situación, sólo olvidada durante un rato de marasmo físico y de turbación mental. Oí distintamente -295- las dos en un reloj cercano, y observé el sitio en que me encontraba, el cual no era otro que la plazuela del Barranco, inmediata a los Caños del Peral. Contemplar mental y retrospectivamente cuanto había pasado, medir con el pensamiento la distancia que me separaba de la Montaña y correr hacia allá todo pasó en el mismo instante. Sentíame ágil; la desesperación aligeraba tanto mis pasos, que en poco tiempo llegué al fin de mi viaje; y en la portalada que daba a la huerta del Príncipe Pío vi tanta gente curiosa que era difícil acercarse. Yo lo hice a pesar de los obstáculos, y habría sido preciso matarme para hacerme retroceder. Las mujeres allí reunidas daban cuenta de los desgraciados que habían visto penetrar para no salir más. Desde luego quise introducirme, e intenté conmover a los centinelas con ruegos, con llantos, con razones, hasta con amenazas. Pero mis esfuerzos eran inútiles y cuanto más clamaba, más enérgicamente me impelían hacia fuera. Después de forcejear un rato, la desesperación y la rabia me sugirieron estas palabras que dirigí al centinela.

-Déjeme entrar. Vengo a que me fusilen.

El centinela me miró con lástima, y apartome con la culata de su fusil.

-¡Tienes lástima de mí -continué- y no la tienes de los que busco! No, no tengas lástima. Yo quiero entrar. Quiero ser arcabuceado con ellos.
-296-

Fui nuevamente rechazado: pero de tal modo me dominaba el deseo de entrar, y tan terriblemente pesaba sobre mi espíritu aquella horrorosa incertidumbre, que la vida me parecía precio mezquino para comprar el ingreso de la funesta puerta, tras la cual agonizaban o se disponían a la muerte mis dos amigos.

Desde fuera escuchaba un sordo murmullo, concierto lúgubre a mi parecer, de plegarias dolorosas y de violentas imprecaciones. Yo tan pronto me apartaba de la puerta como volvía a ella, a suplicar de nuevo, y la angustia me sugería razones incontestables para cualquiera, menos para los franceses. A veces golpeaba la pared con mi cabeza, a veces clavábame las uñas en mi propio cuerpo hasta hacerme sangre; medía con la vista la altura de la tapia, aspirando a franquearla de un vuelo; iba y venía sin cesar insultando a los afligidos circunstantes y miraba el negro cielo, por entre cuyos turbios y apelmazados celajes creía distinguir danzando en veloz carrera una turba de mofadores demonios.

Volvía a suplicar al centinela, diciéndole:

-¿Por qué no me fusiláis? ¿Por qué no entro, para que me maten con mis amigos? ¡Ah! ¡Asesinos de Madrid! ¿Sabéis para qué quiero yo a vuestro Emperador? Para esto.

Y escupía con rabia a los pies de los soldados, que sin duda me tenían por loco. Luego, concibiendo -297- una idea que me parecía salvadora, registré ávidamente mis bolsillos como si en ellos encerrase un tesoro, y sacando la navaja de Chinitas que aún conservaba, exclamé con febril alegría:

-¡Ah! ¿No veis lo que tengo aquí? Una navaja, un cuchillo aún manchado de sangre. Con él he matado muchos franceses, y mataría al mismo Napoleón I. ¿No prendéis a todo el que lleva armas? Pues aquí estoy. Torpes; habéis cogido a tantos inocentes y a mí me dejáis suelto por las calles... ¿No me andabais buscando? Pues aquí estoy. Ved, ved el cuchillo; aún gotea sangre.

Tan convincentes razones me valieron el ser aprehendido; y al fin penetré en la huerta. Apenas había dado algunos pasos hacia las personas que confusamente distinguía delante de mí, cuando un vivo gozo inundó mi alma. Inés y D. Celestino estaban allí, ¡pero de qué manera! En el momento de mi entrada a ambos los ataban, como eslabones de la cadena humana que iba a ser entregada al suplicio. Me arrojé en sus brazos, y por un momento, estrechados con inmenso amor, los tres no fuimos más que uno solo. Inés empezó después a llorar amargamente; mas el clérigo conservaba su semblante sereno.

-Desde que le has visto, Inés, has perdido la serenidad -dijo gravemente-. Ya no estamos en la tierra. Dios aguarda a sus queridos mártires, y la -298- palma que merecemos nos obliga a rechazar todo sentimiento que sea de este mundo.

-¡Inés! -exclamé con el dolor más vivo que he sentido en toda mi vida-. ¡Inés! Después de verte en esta situación, ¿qué puedo hacer sino morir?

Y luego volviéndome a los franceses ebrio de coraje, y sintiéndome con un valor inmenso, extraordinario, sobrehumano, exclamé:

-Canallas, cobardes verdugos, ¿creéis que tengo miedo a la muerte? Haced fuego de una vez y acabad con nosotros.

Mi furor no irritaba a los franceses, que hacían los preparativos del sacrificio con frialdad horripilante. Lleváronme a presencia de uno, el cual después de decirme algunas palabras, me envió ante otro que al fin decidió de mi suerte. Al poco rato me vi puesto en fila junto al clérigo, cuya mano estrechó la mía.

-¿Cuándo te cogieron? ¿Te encontraron alguna arma, desgraciado? -me dijo-. Pero no es esta ocasión de mostrar odio, sino resignación. Vamos a entrar en nueva y más gloriosa vida. Dios ha querido que nuestra existencia acabe en este día, y nos ha dado el laurel de mártires por la patria, que todos no tienen la dicha de alcanzar. Gabriel, eleva tu mente al cielo. Tú estás libre de todo pecado, y yo te absuelvo. Hijo mío, este trance es terrible; pero tras él viene la bienaventuranza eterna. Sigue el ejemplo -299- de Inés. Y tú, hija mía, la más inocente de todas las víctimas inmoladas en este día, implora por nosotros, si como creo llegas la primera al goce de la eterna dicha.

Pero yo no atendía a las razones de mi amigo, sino que me empeñaba en hablar con Inés, en distraerla de su devoto recogimiento, en pretender que dirigiera a mí las palabras que a Dios sin duda dirigía, en obligarla a alzar los ojos y mirarme, pues sin esto, yo me sentía incapaz de contrición.

Un oficial francés nos pasó una especie de revista, examinándonos uno a uno.

-¿Para qué prolongáis nuestro martirio? -exclamé sin poderme contener al ver sobre mí la impertinente mirada del francés-. Todos somos españoles; todos hemos luchado contra vosotros; por cada vida que ahoguéis en sangre, renacerán otras mil que al fin acabarán con vosotros, y ninguno de los que estáis aquí verá la casa en que nació.

-Gabriel, modérate y perdónalos como les perdono yo -me dijo el cura-. ¿Qué te importa esa gente? ¿Para qué les afeas su pasado, si harto lo verán en el turbio espejo de su conciencia? ¿Qué importa morir? Hijo mío, destruirán nuestros cuerpos, pero no nuestra alma inmortal, que Dios ha de recibir en su seno. Perdónalos; haz lo que yo, que pienso pedir a Dios por los enemigos del príncipe de la Paz, mi amigo y hasta pariente; por Santurrias, por -300- el licenciado Lobo, por los tíos de Inesilla, y hasta por los franceses que nos quieren quitar nuestra patria. Mi conciencia está más serena que ese cielo que tenemos sobre nuestras cabezas y por cuyo lejano horizonte aparece ya la aurora del nuevo día. Lo mismo están nuestras almas, Gabriel, y en ellas despuntan ya los primeros resplandores del día sin fin.

-Ya amanece -dije mirando a Oriente-. Inés: no bajes los ojos, por Dios, y mírame; estréchate más contra nosotros.

-Procura serenar tu conciencia, hijo mío -continuó el clérigo-. La mía está serena. No, no he manchado mis manos con sangre porque soy sacerdote; me encontraron con un cuchillo, pero no era mío. Yo cumplí mi deber, que era arengar a aquellos valientes, y si ahora me soltaran acudiría de pueblo en pueblo repitiendo aquello de Dulce et decorum est del gran latino. Únicamente me arrepiento de no haber advertido a tiempo al señor Príncipe. ¡Ah!, si él hubiera puesto en la cárcel a aquellos perdidos... tal vez no habría caído, tal vez no habría sido rey Fernando VII, tal vez no habrían venido los franceses... tal vez... Pero Dios lo ha querido así... Verdad es que si yo hubiera vencido la cortedad de mi genio... si yo hubiera prevenido a Su Alteza, que me quería tanto... ¡Ah!, no nos ocupemos ya más que de morir y perdonar. ¡Ah, Gabriel! Haz lo que yo, y verás con cuánta tranquilidad recibes la muerte. -301- ¿Ves a Inés? ¿No parece su cara la de un ángel celeste? ¿No la ves cómo está tranquila en su recogimiento, y digna y circunspecta sin afectación; no la ves cómo mira a los franceses sin odio, y suspira dulcemente, animándonos con su mirada!

-¡Inés! -exclamé yo sin poder adquirir nunca la serenidad que D. Celestino me pedía-. Tú no debes morir, tú no morirás. Señor oficial, fusiladnos a todos, fusilad al mundo entero, pero poned en libertad a esta infeliz muchacha que nada ha hecho. Así como digo y repito, y juro que he matado yo más de cincuenta franceses, digo y repito, y juro que Inés no arrojó a la calle ningún caldero de agua hirviendo, como han dicho.

El francés16 miró a Inés, y viéndola tan humilde, tan resignada, tan bella, tan dulcemente triste en su disposición para la muerte, no pudo menos de mostrarse algo compasivo. D. Celestino viendo aquella inclinación favorable, se echó a llorar y dijo también: «todos nosotros hemos pecado; pero Inés es inocente».

Las lágrimas del anciano produjeron en mí trastorno tan vivo, que de improviso a la tirantez colérica de mi irritado ánimo sucedió una como tranquila aunque penosísima expansión, un reblandecimiento, si así puede decirse, de mi endurecido dolor.

-Inés es inocente -exclamé de nuevo-. ¿No ven ustedes su semblante, señores oficiales? ¡Ah!, ustedes -302- son unos caballeros muy decentes y muy honrados, y no pueden cometer la villanía de asesinar a esta niña.

-Nosotros no valemos para nada -dijo el clérigo con voz balbuciente-. Mátennos en buen hora, porque somos hombres y el que más y el que menos... Pero ella... señores militares... Me parece que son ustedes unas personas muy finas... pues... ¡Ah! Inés es inocente. No tienen Vds. conciencia; ¿no tienen en su corazón una voz que les dice que esa jovencita es inocente?

El oficial pareció más inclinado a la compasión, pareció hasta conmovido. Acercándose, miró a Inés con interés.

Mas la muchacha se abrazó a nosotros en el momento en que los granaderos formaron la horrenda fila. Yo miraba todo aquello con ojos absortos y sentíame nuevamente aletargado, con algo como enajenación o delirio en mi cabeza. Vi que se acercó otro oficial con una linterna, seguido de dos hombres, uno de los cuales nos examinó ansiosamente, y al llegar a Inés, parose y dijo: «Esta».

Era Juan de Dios, acompañado del licenciado Lobo y de aquel mismo oficial francés que varias veces le visitó en nuestra tienda. Lo que entonces pasó se me representa siempre en formas vagas como las que pasea la mentirosa fiebre ante nuestros ojos cuando estamos enfermos.
-303-

El oficial recienvenido y el que antes nos custodiaba hablaron un instante con precipitación. El segundo dirigiose en seguida a desatar a Inés para entregarla a su amigo. ¡Momento inexplicable! Inés no quería separarse de nosotros, y abrazándonos, se aferraba a la muerte con sus manos ya libres. Un violento, un irresistible egoísmo que hundía sus poderosas raíces hasta lo más profundo de mi ser, se apoderó de mí. No sé qué íntima fuerza desarrollada de súbito me permitió romper la ligadura de un brazo y pude asir fuertemente a Inés, mientras con angustiosa impaciencia miraba los fusiles del pelotón de granaderos.

Instante terrible cuyo recuerdo hiela la sangre en las venas y paraliza el corazón, simulando la muerte. Aunque la muchacha quería compartir nuestra suerte, la tardía compasión de nuestros asesinos nos la quitaba. Ella, durante la breve lucha, dijo algo que he olvidado. Yo también pronuncié palabras de que hoy no puedo darme cuenta. Pero nos la quitaron: recuerdo la extraña sensación que experimenté al perder el calor de sus manos y de su cara. Yo estaba como loco. Pero la vi claramente cuando se la llevaron, cuando desapareció de entre las filas, arrastrada, sostenida, cargada por Juan de Dios.

Y al ver esto sentí un estruendo horroroso, después un zumbido dentro de la cabeza y un hervidero en todo el cuerpo; después un calor intenso, seguido -304- de penetrante frío; después una sensación inexplicable, como si algo rozara por toda mi epidermis; después un vapor dentro del pecho, que subía invadiendo mi cabeza; después una debilidad incomprensible que me hacía el efecto de quedarme sin piernas; después una palpitación vivísima en el corazón; después un súbito detenimiento en el latido de esta víscera; después la pérdida de toda sensación en el cuerpo, y en el busto, y en el cuello, y en la boca; después la inconsciencia de tener cabeza, la absoluta reconcentración de todo yo en mi pensamiento; después unas como ondulaciones concéntricas en mi cerebro, parecidas a las que forma una piedra cayendo al mar; después un chisporroteo colosal que difundía por espacios mayores que cielo y tierra juntos la imagen de Inés en doscientos mil millones de luces; después oscuridad profunda, misteriosamente asociada a un agudísimo dolor en las sienes; después un vago reposo, una extinción rápida, un olvido creciente e invasor, y por último nada, absolutamente nada.





FIN DE EL 19 DE MARZO Y EL 2 DE MAYO